
El Estadio de El Alto fue un volcán. No había
margen de error: ganar o morir, soñar o resignarse. Bolivia, esa selección
tantas veces golpeada, encontró en los 4.150 metros de Villa Ingenio el lugar
donde renacen las epopeyas. Allí, ante la poderosa Brasil, La Verde escribió
una de sus páginas más gloriosas.
El rival no era cualquiera. La Canarinha,
pentacampeona del mundo, dirigida por Carlo Ancelotti, llegaba clasificada y
con figuras de clubes europeos. Pero la historia no entiende de jerarquías
cuando la fe lo supera todo. Bolivia jugó con el corazón en la boca y con un
país entero empujando cada balón.
La primera parte fue un manojo de nervios.
Moisés Paniagua, Enzo Monteiro y Miguelito Terceros corrían como si la vida
dependiera de cada jugada. Y en cierto modo era así: detrás estaba la esperanza
de un pueblo que no asiste a un Mundial desde aquel de 1994 en Estados Unidos.
La jugada clave llegó en el epílogo del primer
tiempo. Roberto Carlos Fernández fue derribado en el área por Bruno Guimarães.
El árbitro chileno Cristian Garay revisó el VAR y señaló el punto fatídico. El
estadio contuvo la respiración.
La responsabilidad cayó sobre los botines de
Miguelito Terceros. Con apenas 20 años, tomó la pelota, miró a Alisson y
decidió. Su disparo fue bajo, a la izquierda. El arquero adivinó, pero no
llegó. Gol. Grito desgarrador. Fiesta desatada. Gol de la ilusión, gol de un
país entero.
En la segunda mitad Brasil intentó reaccionar.
Ancelotti metió cambios de lujo: Raphinha, João Pedro, Estêvão. Pero nada
alcanzó. Bolivia defendía como un bloque de acero. Lampe, el eterno guardián,
apenas se exigió en un par de intervenciones que demostraron su jerarquía.
El tiempo se consumía entre sudor, nervios y
plegarias. Carmelo Algarañaz tuvo el segundo, pero Alisson lo negó con una
atajada imposible. La Canarinha empujaba, pero la altura, la presión y el
espíritu boliviano les ganaban la partida.
Cuando el reloj marcó el minuto 90, la grada
ya era un solo coro: “Sí se puede”. Y cuando Garay sopló el silbato final, el
país entero explotó en un rugido de lágrimas, abrazos y banderas ondeando al
viento. La Verde lo había conseguido: vencer a Brasil y mantener vivo el sueño
mundialista.
Óscar Villegas, el técnico que nunca prometió
milagros, cumplió con su palabra: trabajo, disciplina y fe. “Hemos cumplido con
nuestro país”, dijo entre lágrimas. Sus jugadores, mezcla de juventud y
experiencia, le respondieron con una gesta que quedará grabada en la memoria
colectiva.
El héroe de la noche, Miguelito, lo resumió
con humildad: “Dios me eligió y estoy contento”. Su gol no solo valió un
triunfo histórico, sino que devolvió la esperanza a una generación entera que
jamás vio a Bolivia en un Mundial.
Treinta y dos años después, el eco de aquel
gol de Erwin Sánchez a España en 1994 vuelve a resonar. La Verde acaricia un
sueño que parecía imposible: estar de nuevo en una Copa del Mundo. El repechaje
en México será otra batalla, pero la ilusión ya nadie la arrebata.
En las calles de La Paz, Santa Cruz,
Cochabamba, Potosí, Tarija, Beni, Oruro y Chuquisaca la fiesta fue la misma. La
Verde ha devuelto la fe a su gente. No importa lo que digan los cálculos:
Bolivia toca las puertas del Mundial y, por primera vez en décadas, el país
entero se atreve a creer.
El triunfo ante Brasil no es solo un resultado
deportivo, es un símbolo de resistencia. Un país que carga con crisis políticas
y heridas sociales encontró en 90 minutos un motivo para volver a sentirse
grande. La pelota, una vez más, unió lo que parecía imposible.
Quizá el repechaje en México sea un Everest
aún más alto que el propio El Alto, pero esta Bolivia ya demostró que no
entiende de imposibles. El fútbol, como la vida, premia a los que creen y
luchan. Y esta selección ya se ganó el derecho de soñar despierta.
Lo que ocurrió en Villa Ingenio será contado
por años: “Yo estuve ahí”, dirán los que vieron el gol de Miguelito. Porque
aquella noche del 9 de septiembre de 2025 no fue un partido más, fue el día en
que Bolivia, a puro corazón, volvió a abrazar la esperanza de un Mundial.