Los bolivianos desconfiamos de las cifras oficiales. No creemos en la inflación que reporta el INE, ni en los datos de empleo, ni en los discursos triunfalistas del gobierno. No porque seamos malintencionados, sino porque la mentira es parte del ADN del poder. Esto no es exclusivo de Bolivia. En países que a veces tomamos como modelo los datos económicos se maquillan, se corrigen en silencio o se manipulan con fines políticos. Se celebra un crecimiento ficticio y, cuando llega la revisión técnica que desmiente la narrativa, ya nadie presta atención. En Bolivia, la estrategia es burda: negar la crisis, disfrazar la escasez, ocultar el déficit. El gobierno inventa un país que no existe. Pero la verdad no se puede tapar eternamente. La realidad golpea en los mercados, en los salarios, en la calle. Los gobiernos mienten para sostenerse y mientras más débil es su gestión, más grande es la falsedad. Por eso desconfiamos: no porque estemos equivocados, sino porque ya vimos muchas veces cómo se usa la mentira como política de estado.