En Bolivia, los valores existen. Están, sí. Solo que los tenemos bien guardados, en urnas selladas, junto a los ideales de democracia, la independencia judicial y las actas de honestidad que firmamos… con tinta invisible.
Aquí, todos hablan de moral como si viniera en la canasta familiar. Todos la venden, la recomiendan, la retuitean. Pero nadie la practica. Porque la verdadera religión de esta patria no es el catolicismo ni la Pachamama: es la corrupción. Y no discriminamos: es transversal, interinstitucional, interclasista y multiétnica. ¡Un verdadero orgullo plurinacional!
Veamos: tenemos a un gobierno que se rasga las vestiduras hablando de justicia social mientras reparte el país como si fuera una herencia entre primos. La transparencia es un holograma que solo se ve cuando hay elecciones y desaparece apenas se cuentan los votos. ¿Y quiénes les creen? Bueno, todos aquellos empresarios progresistas que descubrieron que es más rentable ser proveedor del Estado que innovar o trabajar. ¡La patria les agradece sus contratos amañados y sus facturitas infladas!
Pero si creen que esto es culpa solo del “Estado corrupto”, ¡esperen! Los privados tienen lo suyo. Hoy los bancos te niegan un crédito porque tu firma no parece suficiente garantía… pero con la misma facilidad lavan millones con empresas fantasmas si viene bien recomendado. Y por “bien recomendado” entendemos “con foto abrazado al hijo del presidente”. Así es la cosa: los valores financieros también son flexibles.
Santa Cruz, esa tierra de esfuerzo, sacrificio, trabajo y desarrollo, alguna vez fue bastión de dignidad. Hoy, al parecer, es sede de la feria de la apariencia. La preocupación ya no es el modelo de desarrollo, sino el modelo falso a seguir. Lo que antes fue lucha por autonomía, hoy es desfile por conveniencia. ¡Y cómo no! Si hasta a los hijos del presidente, esos próceres de la ética pública, los invitan a coronar reinas en fiestas que solían ser del pueblo. Todo sea por el “diálogo institucional”... y por una “obrita”.
Las logias que alguna vez juraron defender el legado cruceño hoy andan como adolescentes en festival, buscando una selfie con el poder de turno. Se acabaron los discursos de independencia y rebeldía. Hoy el nuevo grito de guerra es: “¡Hay que negociar!”. Claro, siempre en nombre de los “intereses del pueblo”. Un pueblo que, por cierto, jamás fue consultado.
Y no hablemos de los colectivos sociales, esas agrupaciones que se autoproclaman guardianes de la democracia y el buen vivir… mientras negocian con el verdugo y hacen fila para una peguita. Qué raro, ¿no? Cada vez que se descubren escándalos de corrupción, todos se indignan… pero nadie renuncia. Es más, piden aumento.
Estamos tan enfermos de impunidad que la honestidad parece un trastorno psicológico. Si sos recto, te miran raro. Si denunciás, te acusan de querer desestabilizar. Si no aceptás el juego, te quedarás fuera del reparto. Y lo peor: si sos honesto… ¡no progresarás! Así nomás es. En esta Bolivia moderna, los honestos son los verdaderos tontos útiles.
La banca, los gremios, los cooperativistas, los exportadores, los importadores, los rentistas, los “librepensantes”, los “rebeldes”… todos tienen su pedazo de pastel. Solo cambia la música de fondo: a veces es cumbia sindical, a veces es reguetón empresarial, a veces es folclore logiero. Pero el guion es el mismo: todos bailan con el poder, aunque este sea un narco disfrazado de ministro.
Y claro, como buenos hipócritas institucionalizados, seguimos hablando de la importancia de la transparencia, la justicia y los valores. Hacemos foros, seminarios, congresos y hasta misas para hablar de ética pública. Todos con ruguitas, credenciales, catering y discursos. Pero afuera, en la vida real, lo importante es no perder “el contacto”. Porque en Bolivia, si no tenés contacto, tenés que trabajar. Y eso, amigos, ya no está de moda.
Entonces nos preguntamos: ¿qué pasó con el sueño de una sociedad transparente? Simple: nos lo vendieron en cuotas, con letra chica, y se lo robaron antes del primer pago. Hoy vivimos en una simulación: decimos que luchamos contra la corrupción, pero la alimentamos a diario. Decimos que defendemos los valores, pero los enterramos en nombre del “realismo político”.
Y mientras tanto, nos conformamos con aparentar. Con parecer decentes, aunque estemos podridos por dentro. Porque lo importante no es ser honesto, sino parecerlo… al menos hasta el próximo contrato.
Estamos a un pasito, uno más, del tan anunciado "cambio trascendental" para nuestro querido país. En menos de 40 días, según dicen los optimistas, tendremos la gloriosa oportunidad de elegir el destino que queremos cambiar (porque arreglarlo ya parece demasiado ambicioso).
Mientras tanto, en el circo de la política criolla, vemos a los masistas haciendo lo que mejor saben: vendiendo el país al mejor postor. Esta vez, el turno le toca al litio, que están desesperados por rematar a empresas chinas, como si se tratara del último electrodoméstico en liquidación. ¿La razón? Simple: embolsarse por última vez unas "jugosas coimas", antes de que les apaguen la luz. El futuro del país, el desarrollo sustentable, la soberanía de los recursos… eso es para discursos, no para cuentas bancarias.
¿Y qué de los nuevos? ¿Serán mejores? ¿O simplemente se turnarán para ver quién se vuelve millonario primero? Porque ya sabemos que en Bolivia, el “gobierno” no es tanto un servicio público como un sorteo millonario: el que gana, arma su propia familia real.
Aun así, milagrosamente, en este país experto en producir ciudadanos ejemplares… para el crimen, la estafa y la coima, también queda una clase de bolivianos que sí piensa, que sí obra con sabiduría. Tal vez no griten, ni bloqueen, ni repartan bolsas de cemento, pero existen. Y quizás, solo quizás, sean ellos quienes decidan que ya basta de tanta burla.