En los últimos años, Chile ha sido la obligada referencia. En lo económico, en lo social, en lo político, no hubo reunión internacional donde no irrumpiera como el ejemplo de una América latina racional que alumbraba. Los 20 años de su escabrosa transición fueron modélicos al restablecer el debate político y, al mismo tiempo, mantener en ascenso una economía que venía en sostenido crecimiento. La democracia no podía llegar para debilitar esa economía, abierta al mundo bajo la dictadura y receptora de ingentes inversiones extranjeras que la catapultaron. La llamada Concertación, alianza de socialistas y demócrata-cristianos, no sólo logró mantener aquel ritmo, sino también, lidiar con un Pinochet presente como comandante en jefe del Ejército y senador, además de comenzar la mejoría de indicadores sociales, reveladores del precio pagado por una modernización ejecutada a los hachazos por la dictadura, pero incuestionablemente exitosa.
La buena fortuna, sin embargo, comenzó a fatigar. Y a estimular reclamos. La clase media quería más y mejor de todo aquello que había alcanzado, fuera salud, educación o consumos de bienestar. La dirigencia política, por su parte, aparentemente no asumía el reto a fondo y se replegaba con explicaciones no demasiado convincentes.
Al comienzo del gobierno de la doctora Bachelet estalló una gran rebelión estudiantil, pero, con buen tino y diálogo, se logró encauzar. Al concluir su mandato, la presidenta disfrutaba de una excelente imagen, aunque el humor de los chilenos ya no era el mismo y la Concertación fue derrotada. Había sufrido deserciones y cayó ante un candidato de derecha carismático y hábil comunicador, que instaló la imagen de que había llegado la hora de un empresario eficaz para manejar el Estado. Entre movimientos sísmicos y accidentes mineros, los primeros tiempos de su gobierno convocaron a la unidad nacional frente a la adversidad. Pero no bien ésta pasó, aquel mal humor que venía de atrás recrudeció con saña. Y hoy el gobierno afronta un clima de rebelión y malestar.
Los estudiantes sacudieron la sociedad con reclamos que, en algunos aspectos, parecían justificados y, en otros, excesivos. Condenar la educación universitaria privada sonó como un ideologismo fuera de época, pero sus razonamientos sobre el costo excesivo de las matrículas -aun en las universidades oficiales- sonaron más que razonables. Es más: como el sistema chileno otorga becas y también créditos a quienes no pueden pagar, ocurrió que las deudas se fueron sumando y sumando. Hasta el punto que los nuevos profesionales tenían ahora que comenzar a devolver su monto y se provocó un verdadero shock . Recién recibidos, aún buscando horizonte, deben enfrentar deudas del orden de 30.000 a 40.000 dólares, con sus padres de fiadores. La situación se extendió como un reguero de pólvora, excitando a quienes lo sintieron como una sombría perspectiva de futuro. Desgraciadamente, las protestas han cobrado ya una vida joven y esto las amarga todavía más.
Hoy por hoy, ese reclamo no es rechazado por nadie, ni aun el gobierno, que dice que el sistema lo heredó de gobiernos anteriores y que intentará hacer lo que le sea posible para mejorarlo. La convicción sobre la necesidad del cambio es unánime, pero la cuestión se ubica en sus límites, cuando la gratuidad total no es posible en un solo salto.
Más allá de este debate, y del paro sindical que se convocó con demandas laborales, lo indudable es que Chile sigue malhumorado. Y de que este estado de ánimo afecta tanto al gobierno como a la oposición, porque las encuestas les son igualmente adversas. Naturalmente, a la hora de las protestas callejeras es más fácil para los núcleos organizados salir a convocarlas contra un gobierno de derecha que contra uno de izquierda, pero detrás de la sociedad movilizada está la otra, la que no manifiesta pero que es mayoría y vive también un clima de rechazo a partidos y dirigentes. Es un dilema para sociólogos y psicólogos sociales, que deberían explicar cómo transpira el enojo un país que restauró su democracia en estos veinte años, que lo hizo sin violencias, que ha mantenido un crecimiento económico fuerte y que en la educación primaria y secundaria ha mejorado sustancialmente, más que todos sus vecinos.
El riesgo mayor de estas explosiones está en ese síndrome de rechazo, en que la asamblea callejera termine convenciéndose de que sustituye al Parlamento, de que ella es la verdadera representación popular y de que la "democracia de los políticos no es la de ellos". No avizoramos una crisis de la institucionalidad. Sin embargo, en este clima será difícil trabajar constructivamente, lo que es un pecado. Porque no se merece Chile un síndrome de esta patología que bien puede explicarse en la España de la crisis, pero no en un país que tanto ha construido en estas dos décadas históricas.
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