Por qué el socialismo goza de tanta popularidad, pese a que necesariamente tiene que apelar a la fuerza para imponer sus preceptos, para llevar adelante sus grandes ideales de prosperidad, igualdad, bienestar, justicia social, bien común y bla, bla.
Por qué el liberalismo y el capitalismo son tan odiados, por qué nadie los defiende y, los pocos que sacan la cara por el libre mercado, son tildados de radicales, ultraderechistas, raros, locos y una serie de epítetos que se le atribuyen, por ejemplo, al argentino Javier Milei.
Cuando se habla de socialismo, nadie se refiere a los 150 millones de muertos que ha ocasionado en poco más de un siglo, a los genocidios de China, Unión Soviética, Camboya Europa del Este, a las catástrofes humanitarias, las hambrunas y desastres económicos que ocasionó y sigue causando frente a nuestras narices.
Cuando hablan de capitalismo y de los “sucios neoliberales”, muy pocos recuerdan que antes del florecimiento de este sistema, antes de la revolución industrial, antes de Adam Smith, Locke y la reina Victoria, más del 80 por ciento de la gente vivía en la miseria, escondida en los campos, sufriendo la esclavitud del trabajo rural, padeciendo enfermedades incurables, sobre todo, la ignorancia y el sometimiento al destino marcado para siempre por el origen y la pertenencia a una casta.
La civilización humana comenzó hace diez mil años, pero sólo con el florecimiento del capitalismo se produjo la multiplicación, que no sólo ayudó a saciar el hambre de los que ya estaban, sino del impresionante aluvión que se vino después, con un crecimiento exponencial de la población que se produjo gracias al simple hecho de que la gente comenzó a alimentarse mejor, las enfermedades disminuyeron, la vida se volvió menos difícil y más prolongada. En Europa, el promedio de vida en el siglo XIX era inferior a los 40 años y en este momento bordea los 80.
El liberal más recalcitrante no enseña nada que no le inculque una madre a sus hijos: “esfuérzate para que puedas prosperar”, “no tengas envidia de los demás”, “trabaja duro para progresar”, “no esperes a que venga otro y solucione tus problemas”, “nadie va a venir del cielo ni de ninguna parte a darte de comer”, “no te compares con los demás, haz lo tuyo”, “eres el único responsable de tu destino”, “no culpes a los demás por tus propios errores”, etc, etc.
El socialismo odia a la familia y la quiere destruir porque justamente enseña lo contrario, sobre todo a los pobres, a los que les trasmite la idea de que ellos no son responsables de su destino, no son capaces de salir de su postración y que deben confiar en un gobernante justiciero que se encargará de imponer la igualdad a fuego y sangre.
Que los pobres e iletrados piensen de esa manera es entendible. La educación oficial lleva siglos lavándoles el cerebro y con el estómago vacío nadie organiza revoluciones. Los revolucionarios siempre son burgueses, señoritos bien vestidos y bien mantenidos por mano ajena, con suficiente tiempo para seguir pensando en prolongar la fórmula de vivir sin trabajar. En Argentina ha llegado uno que quiere arruinarles la fiesta a los vividores y van a querer matarlo.
El liberal más recalcitrante no enseña nada que no le inculque una madre a sus hijos: “esfuérzate para que puedas prosperar”, “no tengas envidia de los demás”, “trabaja duro para progresar”, “no esperes a que venga otro y solucione tus problemas”, “nadie va a venir del cielo ni de ninguna parte a darte de comer”, “no te compares con los demás, haz lo tuyo”, “eres el único responsable de tu destino”, “no culpes a los demás por tus propios errores”, etc, etc.