Cuando pensamos en los componentes de una sociedad moderna, existen características que vienen a nuestra mente casi con naturalidad, entre las cuales suelen estar la libertad, igualdad y justicia. Sin embargo, en lo que respecta a la relación que sostenemos como individuos con el Estado, no existe esa misma claridad
En la actualidad de Bolivia, el hecho de afirmar que todos tenemos claro el tipo de relación que sostenemos con las instituciones públicas de nuestro país es un acto de ingenuidad. No obstante, al igual que todo lo que tenemos en nuestro inconsciente, solemos sostener una actitud aparentemente instintiva en el momento de referirnos a todo lo respectivo a la vida pública, la que he identificado como el sentimiento nacional boliviano.
Nicolás Maquiavelo consideraba que las sociedades bien pueden estar compuestas por dos tipos de personas, los nacionales o patriotas, que viven con una fe ciega hacia su patria, y los ciudadanos o civitas, que sostienen una relación critica con las instituciones de su país.
Básicamente, es una línea imaginaria entre los fanáticos y los críticos. Los primeros, conviene aclararlo, son aquellos que no cuestionan ningún aspecto de su comunidad a la vez que agreden a cualquiera que lo haga. Por otro lado, los segundos buscan la constante trasformación de sus instituciones, en sentido de mejorar su calidad de vida, lo que implica la constante observación de las fortalezas y debilidades de su propio conglomerado.
En los últimos diez años de nuestra vida como Estado Plurinacional, hemos fomentado nuestro sentimiento nacional boliviano en base a un discurso utilizado hábilmente por el Gobierno Nacional, que ha identificado a los extranjeros como los culpables de todas nuestras desgracias a la vez que se ha auto declarado como el nuevo norte que todos debemos seguir.
Fomentar la nacionalidad instintiva desde las escuelas, universidades, instituciones públicas y los medios de comunicación es una de las principales técnicas de los gobiernos populistas para generar cohesión, es decir, para mantener un pensamiento lineal al respecto del destino de la patria y nuestro rol como habitantes de la misma.
La ciudadanía, en cambio, es vista como un comportamiento atípico o fuera del momento que vivimos, ya que en ella descansa el espíritu crítico que todos tenemos al mismo tiempo que nuestro impulso de poder elegir entre diferentes opciones en nuestra vida y no así seguir un único pensamiento; en otras palabras, se trata de la capacidad de disentir los unos con los otros en sentido de buscar las mejores alternativas para nuestra sociedad.
No creo estar exagerando al afirmar que el referéndum ha sido un momento que define la mentalidad con que afrontaremos la primera mitad del siglo XXI: un sentimiento nacional, que nos impida denotar las latentes pero aún corregibles falencias de nuestra sociedad, o un espíritu ciudadano, capaz de reconocer los errores cometidos por parte de todos en los últimos años, a la vez que reconocer los aciertos que merecen ser desarrollados en los años venideros.
El Sí y el No bien pueden ser la materialización del reduccionismo binario en el que nos hemos visto atrapados los últimos 10 años, aquella visión simplista en la que nos dividimos entre luz y oscuridad, una suerte de guerra santa en la que nuestros peores enemigos son aquellos que osan pensar distinto de lo que nos señala el sentimiento nacional, donde los pasos a seguir parecen estar establecidos de forma tal que no existe el más mínimo espacio para obrar fuera de él, contrariando ese gran plan que nuestros gobernantes han fijado para nosotros.
Al igual que Aristóteles, considero que buscar el equilibrio es la mejor alternativa. Esto implica crear un espacio donde podamos combinar nuestra ferviente pasión por nuestra patria con el deseo de mejorarla por medio de una crítica constructiva constante. Todo es posible cuando vemos más allá de nuestros prejuicios y reconocemos las enormes similitudes que tenemos con nuestros supuestos enemigos.
Politólogo.