El domingo pasado nos presentó el evangelio de Lucas al Jesús humano, semejante a nosotros, menos en el pecado, tentado por el demonio. Cristo se convierte en modelo de lucha contra las tentaciones, contra el mal. Hoy, es el mismo evangelista quien nos presenta al Jesús divino, oculto en la humanidad de su cuerpo. Ambas dimensiones, humana y divina, son parte de la vida de todos los humanos. Hoy es el domingo de la TRANSFIGURACIÓN.
Cada año la liturgia de la cuaresma no regala el evangelio que nos presenta la TRANSFIGURACIÓN de Jesús. Ello nos puede hacer mucho bien para animarnos a la renovación, nuestra propia transfiguración, porque somos humanos pero también divinos. Es verdad que hay que luchar denodadamente contra el mal, pero siempre con la esperanza viva de la promesa de una futura inmortalidad. Nada más dar inicio al camino de la cruz, hacia la pasión y muerte de Cristo, se nos propone el destino último de este itinerario: la gloria de Cristo y nuestra. Cristo cumple con lo prometido.
Los apóstoles se escandalizaron cuando Jesús les anunció la pasión y muerte por las que tenía que pasar, a nadie gusta el lenguaje de la cruz. Jesús anuncia la muerte, como condición para poder llegar a la gloria de la resurrección, para ser discípulo de él. El evangelista Lucas sitúa la transfiguración de Jesús en un contexto inmediato de la oración personal con el Padre. La transfiguración aparece como fruto de su oración, es la manifestación de su divinidad, signo claro y anticipo de la resurrección del Señor. En nuestra vida no habrá transformación sin vivir la experiencia profunda de la oración personal y comunitaria. La oración de Jesús no es una huida de un derrotado, sino expresión de una necesidad para quien vive en comunión constante con el Padre. ¿Cómo es nuestra oración?
No se puede pensar en un cristiano de verdad sin la oración. La oración debiera ser el clima habitual de quien se sabe y siente hijo de Dios y llamado a la santidad. Todos los cristianos tenemos vocación a la santidad. La oración tiene que intensificarse en los momentos de crisis, imitando a Jesús y, sobre todo, en la Cuaresma, pues ella nos lleva a reafirmarnos en la identidad propia del ser cristiano. Pero no caigamos en confusión respecto a lo que debe ser la oración. Orar no es tanto hablar de Dios, cuanto hablar con Dios como hijos suyos que somos. Es tratar de amistad con aquel que sabemos que nos ama.
La oración como la fe no se guarda, se vive. La oración no es algo conceptual, es ante todo una vivencia personal. Solo haciendo oración se posee y reviviéndola se comprende. Por ello, debemos crecer en la oración, al igual que en la fe. Es necesario vivir de la fe, “el justo vive de la fe”, cuya fuerza se encuentra en la oración. La oración puede hacerse en medio de las ocupaciones diarias, bien retirándose a un lugar solitario. El evangelio nos dice que Jesús se retiró para hablar con Dios,” subió a una montaña. “Hay muchos cristianos que no tienen fuertes experiencias de oración. Pero esas pequeñas oraciones de los que preparan los alimentos, conduce el camión y se santiguan al pasar ante una cruz o el templo... son oraciones también válidas con las que cada uno se comunica de alguna manera con Dios. No hay que despreciarlas.
Decimos que “todo lo prometido es deuda”. Este domingo se nos recuerda que Dios mismo nos ha hecho una promesa y esta promesa está en pie. En esa promesa se asienta nuestra esperanza. Dios quiere cumplirla. Su palabra lo atestiguan los que, a través de los tiempos han creído en él, a veces hasta el punto de morir antes que renegar de su fe.
Cuando San Francisco se puso en el camino de la conversión, una noche, se vio acosado por una idea persistente que no lo deja dormir: “¿a quién debes servir, al Amo o al esclavo?”. Al Amo, por supuesto. El Amo es Dios. Aquí tenemos una motivación fuerte para caminar en la conversión. La cuaresma, como toda la vida, es un correr para alcanzar la meta de las promesas que Dios nos ha hecho. Dios va a llenar nuestras ansias de felicidad. Lo que Cristo mostró en la transfiguración, es el horizonte de nuestra fe, y lo que él vivió en el monte es el ancla de nuestra esperanza que ha de pasar por la aceptación de la cruz por amor a la vida gloriosa y sin fin. Por ello, el apóstol Pablo en su carta a los filipenses nos exhorta a superar la contradicción de la cruz, porque ella nos abrió el camino a una nueva vida gloriosa e inmortal de Jesús y nuestra.