Cuando la humanidad llega tarde y solo para algunos, deja de ser humanidad y se convierte en privilegio. Eso es lo que hoy retrata la aprehensión de Luis Arce Catacora, exministro de Economía y expresidente de Bolivia, ahora amparado por una sensibilidad judicial que nunca conocieron sus víctimas.
Bolivia asiste, una vez más, a una escena que retrata con crudeza el verdadero rostro de su sistema judicial: la sensibilidad aparece solo cuando el poder cae preso, nunca cuando el poder persigue.
El ingreso a la cárcel del expresidente y exministro de Economía, corrupto en ambos casos, Luis Alberto Arce Catacora vino acompañado de una reacción inmediata de su defensa legal, que solicitó su libertad pura y simple.
Los argumentos expuestos ante el juez 12 de Instrucción Penal Anticorrupción fueron claros: el imputado padece cáncer, tiene 62 años de edad y está a cargo del cuidado de su madre adulta mayor. La petición invocó disposiciones constitucionales y normas que garantizan atención prioritaria a personas en situación de vulnerabilidad.
Nada que objetar desde el punto de vista humano. El problema es la memoria. Porque esa misma justicia —hoy conmovida— fue absolutamente indiferente cuando Mario Aramayo, exdirector del Fondo Indígena, solicitó en reiteradas oportunidades defenderse en libertad.
Aramayo pasó siete años en detención preventiva, sin sentencia, enfrentando más de 250 procesos, con su salud deteriorándose progresivamente y con advertencias médicas que fueron sistemáticamente ignoradas.
Mientras la defensa de Arce expone informes oncológicos, Aramayo en su momento, fue ingresado a terapia intensiva con un cuadro preliminar de coma diabético (posteriormente le ocasiono la muerte). Solo entonces, y demasiado tarde, llegaron los pronunciamientos de organizaciones de derechos humanos, autoridades municipales y sectores de la sociedad civil repudiando el trato recibido por quien denunció uno de los mayores desfalcos de la historia reciente.
El contraste es imposible de ignorar. Aramayo fue quien denunció y documentó el desfalco al Fondo Indígena. Fue él quien señaló que 1.100 autorizaciones de pago que permitieron la transferencia de 729 millones de bolivianos a cuentas públicas y privadas, beneficiando a 4.400 dirigentes afines al MAS, muchos de ellos para proyectos inexistentes. Las autorizaciones, según su testimonio, contaban con respaldo institucional y con la firma del entonces ministro de Economía, Luis Arce Catacora.
“Lo que son las paradojas de la vida”, dijo Aramayo en 2020. “Quien era mi testigo hoy es presidente del país”.
La paradoja se profundiza cuando se recuerda que los verdaderos responsables del desfalco permanecieron en libertad, mientras el denunciante se convertía en el símbolo de una justicia utilizada como herramienta política. Su abogado en aquella entonces, Joel Lara, denunció que durante su reclusión Aramayo sufrió maltrato físico, psicológico y vejaciones, sin que el Estado asumiera responsabilidad alguna.
La responsabilidad, sin embargo, no recae únicamente en el oficialismo de entonces.
Aramayo en su momento, también relató el abandono sufrido durante el gobierno de transición de Jeanine Añez. Autoridades, ministros y legisladores desfilaron por la cárcel, lo visitaron, se tomaron la foto, prometieron “revisar su caso” y luego hicieron exactamente lo que mejor saben hacer: desaparecer. Nadie corrigió el abuso. Nadie frenó la injusticia.
Hoy, muchos de esos mismos personajes se llenan la boca, endulzan su saliva y las redes sociales, intentando reciclarse como defensores tardíos de Aramayo y de la injusticia que ayudaron a sostener. Otra paradoja nauseabunda de la política boliviana: callar cuando había poder y gritar cuando ya no cuesta nada.
Hoy, el país presencia un giro irónico: el poder pide humanidad, invocando principios que negó durante años a quien lo enfrentó. La justicia, que fue implacable con el débil, se muestra comprensiva con el fuerte.
La reflexión final es inevitable: la justicia no puede ser selectiva, no puede ser rápida para proteger al poder y letal por omisión para quien lo denuncia.
Si Bolivia aspira a cerrar este capítulo con dignidad, corresponde que la ley se aplique sin privilegios: que se investigue, que se juzgue, que se devuelvan los recursos públicos y que se responda también por el encierro injusto, el maltrato y el abandono que sufrió Mario Aramayo.
Porque en política y en justicia, tarde o temprano, todos pagan. Algunos con cárcel. Otros con memoria. Pero nadie escapa al juicio de la Historia.