Solamente hace diez años, China no era un adversario económico ni militar de EE.UU. Hoy no solo lo es, sino que se ha convertido en un formidable rival. Así, como ciudadanos del mundo, China merece la misma atención que le damos a EE.UU.; no necesariamente porque simpaticemos con su sistema político u otros aspectos, sino porque es uno de los dos países que más influyen en nuestra vida.
Por ese motivo, y porque debemos ampliar nuestro conocimiento permanentemente, últimamente he leído libros y artículos recientes sobre este fascinante país asiático. Empiezo por un libro cuya lectura recomiendo: The New China Playbook, escrito por la economista Keyu Jin —profesora en la London School of Economics y una de las voces chinas más influyentes en Occidente.
Empezaré por decir que no es tan simple afirmar que China es socialista, capitalista o una simple “amenaza autoritaria”. China es un experimento pragmático nunca visto antes. Bueno o malo, usted como lector lo decidirá.
China protagonizó el mayor salto económico jamás registrado. En cuatro décadas sacó a unos 800 millones de personas de la pobreza, se convirtió en la mayor potencia manufacturera y creó un ecosistema de innovación capaz de desafiar a Silicon Valley. Ese “milagro” no fue fruto de un plan central rígido, sino de reformas experimentales iniciadas por Deng Xiaoping: cambios graduales, ajustes locales, prueba y error. Esa flexibilidad permitió avanzar sin el trauma de un shock económico como el que vivieron otras economías socialistas. Cada reforma fue ensayada en un área piloto antes de escalarse. China aprendió a gobernar mediante adaptación constante.
Pero el éxito ha generado nuevas tensiones. El modelo basado en exportaciones, urbanización acelerada, construcción masiva y crédito fácil llegó a su límite. Hoy China enfrenta desafíos estructurales: envejecimiento demográfico, desigualdad persistente, deuda local, crisis inmobiliaria y una clase media inquieta. La pregunta es cómo sostener la prosperidad sin desencadenar inestabilidad política o social.
Uno de los conceptos más relevantes es la reinterpretación del papel del Estado chino. En Occidente, la intervención estatal suele asociarse al control excesivo o la ineficiencia. En China, el Estado se percibe de otra manera: como árbitro y arquitecto, no como competidor directo del mercado. El Estado fija prioridades estratégicas (tecnología, energía, infraestructura), coordina recursos y castiga la especulación cuando amenaza la estabilidad. La economía privada, sin embargo, es dominante en empleo y competitividad. El país funciona como un “capitalismo dirigido”, donde la competencia es intensa pero el Estado marca el terreno de juego. Esa mezcla genera ventajas —capacidad de respuesta rápida, inversión masiva en infraestructura, visión a largo plazo— pero también riesgos: intervenciones abruptas, presión política sobre empresas tecnológicas y una estructura regulatoria opaca. El desafío actual es reconstruir la confianza entre el Estado y el sector privado después de las regulaciones de 2021, que golpearon a gigantes como Alibaba o Didi.
Durante años se dijo que China copiaba. Pero hoy lidera en múltiples campos: vehículos eléctricos, pagos digitales, energía solar, comercio electrónico y aplicaciones móviles. Esta transformación no fue casualidad, sino resultado de tres factores clave:
Escala: millones de usuarios permiten ciclos de prueba y corrección en tiempo récord.
Infraestructura: 5G, logística avanzada, ciudades inteligentes.
Competencia feroz: un ecosistema donde solo sobreviven los más rápidos.
La innovación china es menos académica y más pragmática: resuelve problemas concretos de la vida cotidiana. Las superapps —como WeChat, capaces de integrar pagos, chat, transporte y servicios públicos en una sola plataforma— son ejemplo de cómo China saltó etapas tecnológicas evitando barreras institucionales. Sin embargo, la innovación requiere libertad parcial para experimentar, y demasiada intervención estatal podría sofocarla. El equilibrio entre control y creatividad será uno de los desafíos centrales del país.
Una parte esencial es el consumo interno. China quiere pasar de un modelo exportador a uno impulsado por sus consumidores. Pero los chinos suelen ahorrar mucho. No por costumbre cultural, sino por inseguridad económica: temen el costo de enfermedades, educación o jubilación. La llave del futuro económico chino es emocional: menos miedo y más confianza. Sin redes de seguridad robustas ni servicios públicos accesibles, el consumo seguirá contenido. La clase media china aspira a estabilidad, predictibilidad y protección social, no solo a ingresos altos. Esa tensión —prosperidad sin seguridad suficiente— es uno de los grandes nudos del país.
La rivalidad entre China y EE.UU. es real. La competencia se jugará en tecnología, cadenas de suministro, inteligencia artificial, minerales críticos y manufactura avanzada. La estrategia china de “doble circulación” busca reducir la dependencia externa sin cerrar el país. China quiere seguir comerciando, pero bajo sus condiciones. No aspira a exportar su modelo político, sino a proteger su estabilidad interna. Occidente debe entender que muchas acciones chinas no responden a hostilidad, sino a un miedo histórico al colapso. La estabilidad política es la prioridad suprema del Partido Comunista, incluso por encima del crecimiento.
Pero a China hay que mirarla más allá de la economía. La población valora el orden, la armonía y el esfuerzo. El gobierno no se percibe como intruso, sino como garante de estabilidad. Los sacrificios individuales se aceptan si existe progreso colectivo. Pero esa paciencia no es infinita. China necesita reinventarse sin perder control y avanzar sin despertar temores internos.
Se puede admirar o demonizar a China, pero parece más sensato entenderla. China es demasiado grande y demasiado importante como para ignorarla. Por eso seguiré escribiendo sobre este país asiático.