La detención de Lidia Patty ha despertado de inmediato un reflejo emocional previsible: el de quienes corren a defenderla como “la pobrecita indígena”, la “pobrecita campesina”, la “pobrecita mujer” perseguida por un sistema opresor. Esa narrativa, repetida hasta el cansancio durante casi dos décadas de poder del MAS, es más que un argumento político: es un dispositivo. Un mecanismo de blindaje que ha servido para que dirigentes con enorme poder real se disfracen de víctimas mientras ejercen influencia, presión y control dentro del Estado y dentro de sus propias organizaciones.
No se trata de descalificar a nadie por su origen indígena, ni campesino, ni por su condición de mujer. Todo lo contrario: el daño más grande que han sufrido los pueblos indígenas en Bolivia proviene justamente de sus supuestos “representantes”, que utilizaron esos símbolos para escalar dentro de estructuras sindicales endurecidas por décadas de prácticas autoritarias y de pactos de poder. El resultado fue la construcción de élites corporativas que hablan en nombre del pueblo, pero actúan en beneficio propio.
Patty pertenece a esa escuela. Su trayectoria no es la de una mujer inocente traída del campo para ser manipulada; es la de una dirigente que ha pasado años dentro de la maquinaria sindical del MAS, donde se aprende a negociar, presionar, bloquear, extorsionar políticamente y operar en función de intereses de grupo. Nada de eso la convierte en delincuente —eso lo determinan los jueces y las pruebas—, pero sí desarma por completo el relato de la “mujer cándida usada por los poderosos”.
Patty sabía exactamente lo que hacía cuando impulsó la denuncia que abrió el camino judicial para encarcelar a Jeanine Áñez y para reforzar el relato del “golpe de 2019”. No fue un acto ingenuo, ni espontáneo, ni aislado. Fue una acción política calculada dentro de una estrategia mayor del MAS, cuyo líder, Evo Morales, ha dominado la dinámica de victimización como pocos: el hombre con un poder descomunal que siempre se presenta como perseguido, el dirigente que ha consolidado una cultura política basada en la idea de que “denunciar es gobernar”.
Ese patrón se repite en Patty. Su papel en la judicialización del conflicto post-2019 no fue accidental: fue instrumental. Y ahora, quienes ayer la celebraban como heroína del “antigolpe”, hoy pretenden convertirla en mártir del abuso estatal, olvidando convenientemente su trayectoria, su poder acumulado y su protagonismo en decisiones que marcaron la vida democrática del país.
¿Merece derechos? Sí, como cualquier ciudadano. ¿Merece un debido proceso? Por supuesto. La justicia no debe actuar por revancha.
Pero lo que no merece es el aura de santidad con la que algunos intentan cubrirla. No es una figura inocente. No es una víctima desorientada. No es una mujer engañada por dirigentes más astutos. Es una pieza clave de un engranaje político que ha gobernado Bolivia con mano dura durante años, y que ha utilizado el discurso identitario para blindarse frente a la crítica.
Lidia Patty no es la víctima que algunos quieren vender. Tampoco es el monstruo que otros describen. Es lo que es: una operadora política curtida, responsable de sus actos, conocedora del poder que ejerció y del rol que aceptó jugar. Y es hora de que Bolivia deje de confundir identidad con impunidad.