El persistente drama alrededor del dichoso “pan de batalla” revela una verdad incómoda: la supuesta defensa del consumidor no ha sido más que una fachada que esconde control político, pactos oscuros y una profunda falta de respeto hacia la ciudadanía. El Estado se presenta como protector, pero en realidad actúa como tutor autoritario que decide qué debe comer la gente, a qué precio y con qué calidad.
El pan de batalla es el mejor ejemplo de esta mentira institucionalizada. Un pan pequeño, pobre, de tropa, de última categoría. Un pan que se impone no porque sea bueno, sino porque ha permitido a los gobiernos exhibir un precio congelado como trofeo populista. “Defendemos al consumidor”, repiten. Pero ¿defenderlo de qué? ¿De un mercado que podría ofrecer mejor calidad? ¿O de su propia capacidad de elegir?
La defensa del consumidor, tal como la entiende el Estado, no protege al ciudadano: lo limita, lo infantiliza y lo estanca. La prioridad oficial no es la calidad ni la libertad de elección, sino mantener la ficción de que un precio controlado equivale a bienestar. Así, el Estado fija tarifas, subsidia harina, manipula oferta y pacta con sindicatos panaderos que operan como mafias. El resultado es pan cada vez más pequeño, más liviano, más insípido, más indigno.
Pero lo más insultante no es el pan. Es el mensaje que encierra. Cuando al pueblo se le dice que debe conformarse con el pan de batalla, se está diciendo algo mucho más grave: “no exijan más”, “esto es lo que hay”, “ustedes solo pueden aspirar a esto”. Se normaliza la idea de que la gente humilde no tiene derecho a calidad, porque la calidad es un lujo. Esa es la verdadera humillación: convertir la pobreza en destino y la mala calidad en política pública.
El Estado utiliza la bandera de la “defensa del consumidor” para justificar control de precios, intervenciones arbitrarias, subsidios distorsionados y una estructura que favorece a grupos de poder en vez de beneficiar al ciudadano. Bajo esa fachada paternal, lo que existe es una política de control, no de protección.
Y todo esto ocurre porque en Bolivia falta lo más importante: la educación del consumidor.
Un consumidor educado no necesita que lo “defiendan” desde arriba, se defiende solo.
Sabe comparar, distinguir calidad, sabe reclamar y castigar con su elección a quien le ofrece basura. Esa capacidad individual —libre, racional, soberana— es justamente lo que el estatismo teme, porque un consumidor informado rompe el monopolio político del discurso. Ya no se traga el cuento del precio congelado, no celebra el subsidio que beneficia a unos cuantos y no se conforma con un pan de tropa. La educación del consumidor desmonta la maquinaria del control y por eso nunca se prioriza.
Si en vez de pactos entre gobierno y sindicatos panaderos apostamos por formar ciudadanos exigentes, el pan de batalla desaparecería solo. No porque el Estado lo prohíba, sino porque nadie aceptaría semejante producto.
Ha sido un paso importante del gobierno de Rodrigo Paz, eliminar el subsidio a los panaderos y lo ideal sería que se ponga en práctica un nuevo paradigma que empodere a los consumidores en lugar de seguir con la farsa de la defensa, que fomenta la mediocridad.