Hoy los bolivianos corremos el riesgo de caer en un grado peligroso de impaciencia frente al nuevo gobierno. Ya lo vivimos antes: recuperamos la democracia en 1982, pero no supimos sostenerla con responsabilidad ni con visión de largo plazo, y en 2006 la perdimos ante el avance de un proyecto populista que se aprovechó del descontento y de nuestra urgencia por soluciones rápidas. Hemos vuelto a conquistar ese espacio democrático, frágil todavía, y debemos entender que ningún proceso de reconstrucción institucional rinde frutos de inmediato. La impaciencia acarrea muchos males: conduce a decisiones impulsivas, facilita el engaño político y debilita la capacidad colectiva de planificar. Pero su mayor consecuencia es abrirle la puerta al socialismo, que prospera allí donde la sociedad exige respuestas instantáneas y está dispuesta a creer en promesas imposibles. Si no aprendemos a sostener el esfuerzo y la maduración democrática, podemos perderla nuevamente en un abrir y cerrar de ojos.