El peor pronóstico sobre Edman Lara se ha cumplido y más rápido de lo que cualquiera pudo imaginar. Lo que muchos temían —ese giro abrupto hacia el desgaste sistemático, la confrontación diaria y la ambición encubierta— ya no es una hipótesis: es una realidad en marcha. Lara está en modo golpe de Estado, una campaña permanente que busca el incendio político. Él mismo lo ha demostrado con sus declaraciones, sus comparaciones forzadas y su comportamiento cada vez más estridente.
Esto no significa santificar al gobierno de Rodrigo Paz. Sería absurdo. El desastre heredado del MAS es tan profundo que ningún gobierno podría revertirlo en tan poco tiempo, pero aun así hay errores, silencios y debilidades que deben ser señalados. El punto es otro: no importa si Paz lo está haciendo bien o mal. Lara no está interesado en gobernabilidad, en reformas ni en estabilidad. Está interesado en desgastar, erosionar, sembrar inestabilidad. Ejecuta un libreto diseñado para que nada funcione y para que el país vuelva a mirar hacia atrás.
Su comportamiento es un calco del que llevó a la implosión de la transición de 2019-2020. La comparación que él mismo hizo entre el gobierno de Rodrigo Paz y el de Jeanine Áñez no es casual; es un mensaje. Quiere repetir la misma estrategia que vació de legitimidad y operatividad a Áñez, facilitando así el retorno del MAS.
Lara no tiene estructura ni fuerza propia, no tiene cuadros, carece de una maquinaria y proyecto propio. Lo único que sí tiene es utilidad para quienes sí poseen un aparato aceitado y una vocación de retorno: el MAS y el mundo populista que quiere recuperar el poder a cualquier precio. Él es, en la práctica, un instrumento —consciente o no— de ese plan. No porque lo diga, sino porque todo lo que hace beneficia exactamente a quienes destruyeron el país durante dos décadas.
Su discurso pretende mostrarlo como un opositor duro, pero su estrategia lo desmonta. Quiere sembrar caos, desgasta al gobierno, instala dudas, fabrica escándalos, tensiona al país. Eso no lo convierte en líder sino en operador, con una dirección clarísima: abrirle nuevamente el camino a Evo Morales y a su entorno, disfrazados de “bloque popular”, de “proceso renovado” o de cualquier nombre que funcione para reempaquetar un modelo que ya demostró ser devastador.
Lo más peligroso es que Lara actúa como una termita política. No destruye de frente: perfora desde dentro. No propone soluciones: dinamita puentes. No trabaja por el país: trabaja por el escenario que permita reinstalar al populismo. Su insistencia en compararse con el gobierno actual, en presentarse como gestor ideal, en atacar sistemáticamente cualquier acción que pueda dar resultados, revela que su objetivo no es mejorar nada, sino impedirlo todo.
Neutralizar este juego no significa perseguirlo ni censurarlo, sino exponerlo, para que la ciudadanía reconozca que su rol no es el de fiscalizador, sino el de ariete. Que entienda que, detrás de su retórica moralista y de sus shows mediáticos, está preparando el retorno de quienes hundieron la economía, la institucionalidad, la justicia y la convivencia democrática.
Bolivia ya conoce este libreto. Lo sufrió. Lo pagó caro. Y hoy Lara intenta reactivarlo con un descaro que ya no sorprende, pero sí alarma. El país debe reaccionar, no por Rodrigo Paz, sino por sí mismo. Porque permitir que este operador corrosivo vuelva a abrir las puertas al desastre sería repetir la tragedia con plena conciencia.