La pregunta ya no es si Nicolás Maduro debería irse, sino cuándo y cómo ocurrirá su salida. Después de un cuarto de siglo de devastación económica, institucional y moral, Venezuela llegó a su punto de quiebre. Lo que antes parecía imposible —la caída de un régimen que capturó al Estado y lo convirtió en una máquina de represión y enriquecimiento criminal— hoy se perfila como un desenlace inevitable.
Durante años, el chavismo se sostuvo alimentando la ficción de un país dividido. Esa narrativa ya no funciona: la sociedad venezolana está unificada en una demanda clara —salida del régimen— y lo demostró en las urnas el 28 de julio de 2024, cuando Edmundo González ganó de manera aplastante pese a la censura y la intimidación.
Mientras tanto, el Estado dejó de ser institucional para convertirse en plataforma de negocios ilícitos. El Cartel de los Soles —operado desde la cúpula militar y señalado como estructura dirigida por Maduro— convirtió a Venezuela en un enclave criminal. La minería ilegal, el lavado de dinero, el narcotráfico y las alianzas con servicios de inteligencia extranjeros no son accidentes: son los pilares financieros de un régimen que ya no puede disimular su naturaleza.
La dictadura ha sido brutal. Desapariciones forzadas, torturas, violencia sexual y castigos colectivos son las herramientas de un poder acorralado que ya no gobierna: sobreviven escondidos detrás de la fuerza y de la estructura criminal. Pero incluso su músculo represivo se agrieta. Las disputas internas, las pérdidas financieras y el miedo en la jerarquía militar revelan un sistema en descomposición.
Hoy existe una presión internacional inédita. Estados Unidos declaró al Cartel de los Soles como organización terrorista, desplegó su mayor portaaviones en el Caribe y lanzó operaciones que han golpeado las rutas del narcotráfico que sostienen al régimen. Las sanciones, la interdicción marítima y la cooperación con países latinoamericanos están cortando las fuentes de financiamiento ilícito que mantenían a Maduro respirando. Y por primera vez, esa presión está teniendo efectos visibles: hay operadores del régimen que buscan salidas, que filtran información, que ya no confían en la cadena de mando.
Eso explica las negociaciones discretas reveladas por The New York Times: Maduro tanteó una transición de dos o tres años. Washington la rechazó y la comunidad internacional ya no está dispuesta a prolongar un modelo criminal que secuestró a un país entero.
Pero la razón de fondo por la que Maduro se irá no es militar ni diplomática. Es histórica. Venezuela está lista para renacer. La confianza en los bonos venezolanos reaparece. La diáspora empieza a prepararse para regresar. El país podría enfrentar una bonanza de casi dos billones de dólares en 15 años si se restablece el Estado de derecho. Con petróleo, gas, minerales y una población que nunca dejó de luchar, Venezuela tiene todo para convertirse en el milagro económico del siglo XXI.
La salida de Maduro no resolverá automáticamente los problemas del país. Vendrá un periodo duro, de reconstrucción moral, institucional y social. Las Fuerzas Armadas deberán asumir su rol republicano, no de clan protector del poder. Y la oposición deberá gestionar la transición con firmeza, pero también con apertura y reconciliación. La justicia tendrá que imponerse, pero sin caer en la vendetta.