Editorial

Golpe al sindicalismo criminal

La reciente aprehensión de Juan Carlos Huarachi, exsecretario ejecutivo de la Central Obrera Boliviana (COB), debería marcar un punto de inflexión en la política boliviana...

Editorial | | 2025-11-19 00:20:00

La reciente aprehensión de Juan Carlos Huarachi, exsecretario ejecutivo de la Central Obrera Boliviana (COB), debería marcar un punto de inflexión en la política boliviana. El dirigente fue detenido tras declarar ante la Fiscalía por el caso de supuestas “coimas”, investigado por enriquecimiento ilícito, uso indebido de influencias y concusión.

Durante años, la COB y otros movimientos sociales han sido presentados como organizaciones legítimas al servicio de los trabajadores. Pero en realidad han funcionado como mafias políticas que lucran con la pobreza y capturan el Estado.

Este sindicalismo que creció al amparo del poder es profundamente clientelista y ha consolidado una verdadera dictadura, dedicada a chantajear no solo al Gobierno sino a sus propias bases para mantener posiciones y privilegios. Huarachi —y muchos otros— han usufructuado de recursos públicos, se han enriquecido a nombre de “los trabajadores”, mientras que los sectores que dicen representar se mantienen postergados, sin acceso real al trabajo ni a oportunidades.

La denuncia contra Huarachi, admitida por la Fiscalía, acusa pruebas de sobornos desde el Ministerio de Medio Ambiente y Agua, por aproximadamente Bs 40.000, así como una expansión desproporcionada de su patrimonio.

En Bolivia, pocas estructuras sociales han tenido tanto poder y tanto acceso al presupuesto público, sin rendir cuentas. Las centrales obreras, las federaciones campesinas, los sindicatos mineros: muchas de estas organizaciones han sido parte de una red que cooptó el Estado para enriquecerse, para condicionar políticas y para mantener una base cautiva. El sindicalismo lucrativo es un aparato criminal, se ha dedicado al chantaje, al clientelismo, a vivir del Estado, a exigir cuotas de poder en ministerios y recibir abultadas prebendas.

Lo más preocupante es cómo esta lógica ha limitado el desarrollo real de comunidades rurales, especialmente en el occidente del país. Allí, dirigentes poderosos han impuesto restricciones al derecho al trabajo, han controlado las tierras, han impuesto su voluntad sobre campesinos y productores. Bajo su dominio, la gente se ve obligada a emigrar; las economías locales sufren porque para trabajar hay que pasar por el filtro de quienes distribuyen el poder sindical.

Y, como si esto fuera poco, algunos sectores sindicales están estrechamente vinculados con actividades ilícitas como el contrabando, el narcotráfico y los avasallamientos de tierras.

Por eso, la detención de Huarachi debe ser más que simbólica. Si el Estado actúa con firmeza, este puede ser el inicio de una purga de fondo: desmontar los aparatos sindicales mafiosos, revisar cómo están constituidas las centrales, exigir transparencia en sus recursos, acabar con la subvención política que hoy alimenta estructuras parasitarias. No es suficiente que solo una persona vaya a la cárcel; lo que hace falta es desmantelar el modelo.

Que la justicia persiga a Huarachi no debe entenderse como un ajuste de cuentas entre facciones, sino como el primer paso para restituir la legitimidad del sindicalismo. El Estado debe poner fin a la dictadura sindical, que tantos intereses creados ha protegido, y así devolver al sindicalismo su razón de ser: defender a los trabajadores, no saquear al país.