Hoy existen motivos para celebrar, pero no porque un nuevo presidente asuma el mando, sino porque termina una larga pesadilla. No se trata de la llegada de Rodrigo Paz al poder, sino del cierre de un ciclo que mantuvo al país secuestrado por el autoritarismo. En Bolivia no se celebra la posesión de un líder, sino la liberación de un sistema que confundió gobierno con propiedad y patria con partido.
Durante dos décadas, el MAS intentó desmontar la República para reemplazarla por un Estado sometido a la lógica del control total. Buscó reproducir el modelo de las dictaduras más persistentes del continente: el partido único, la justicia sometida, la economía dirigida, los medios amordazados y la ciudadanía convertida en clientela política. No gobernó para servir, sino para perpetuarse. Desde el inicio, su prioridad fue concentrar poder y fabricar una realidad donde la crítica era traición y la lealtad se compraba con prebendas.
El saldo es innegable: instituciones desmanteladas, justicia funcional al poder, economía dependiente del gasto público y de los recursos extractivos, y una sociedad polarizada y cansada. La corrupción se volvió norma, la persecución un instrumento de disciplina política y la impunidad, un escudo para los operadores del régimen. Bolivia fue usada como experimento de populismo autoritario, un laboratorio donde se mezclaron ideología, narcotráfico y manipulación simbólica del discurso indígena para justificar el control absoluto del Estado.
Hoy celebramos la caída de ese modelo, la derrota de un proyecto que intentó apropiarse del país como si fuera una hacienda. Celebramos también la resistencia de una sociedad que no se dejó domesticar. En esa resistencia, Santa Cruz tuvo un rol central: fue el epicentro de la defensa democrática, el espacio donde se mantuvo viva la idea de libertad mientras el resto del país era sometido a la narrativa oficialista. Soportó bloqueos, persecución, insultos y cárcel, pero no renunció a su derecho a disentir.
El desafío ahora es reconstruir. Bolivia necesita desintoxicarse del populismo, recuperar la confianza en sus instituciones y devolverle independencia a la justicia. Debe liberar su economía de la asfixia estatal, reabrir el diálogo nacional sin clientelismo ni revancha, y restablecer la ética pública como base de la vida política. Ningún país puede prosperar mientras la corrupción siga siendo el camino más rápido hacia el poder.
La verdadera celebración comenzará cuando la justicia deje de ser un instrumento de venganza y se convierta en garantía de reparación. Que se juzgue a quienes destruyeron el país, que se recupere lo robado y que el Estado vuelva a ser de todos, no de una casta partidaria.
Pero también hay que ser cautos. La historia boliviana enseña que las victorias democráticas pueden desvanecerse si la sociedad baja la guardia. El fin del MAS no asegura el fin del populismo; apenas abre la posibilidad de un nuevo comienzo. La tarea ahora es cuidar esa libertad con responsabilidad y memoria.
Lo que hoy se celebra no es el ascenso de un político, sino el fin de una hegemonía que confundió ideología con poder absoluto. Se celebra que Bolivia respira otra vez. Y que, por primera vez en mucho tiempo, el país puede mirar hacia adelante sin miedo.