Jeanine Áñez recupera su libertad, y con ella se cierra uno de los capítulos más oscuros de la historia democrática reciente de Bolivia. Han sido 1.700 días de encierro, de tortura blanca, de humillación sistemática a una mujer que, en 2019, asumió el deber que la historia le impuso: evitar que el país cayera en el abismo del fraude, la violencia y el autoritarismo. Su liberación, ordenada por el Tribunal Supremo de Justicia, no es un simple acto procesal; es el símbolo de un nuevo amanecer político, el fin del ciclo del MAS y la sepultura definitiva de la dictadura.
Añez fue, sin proponérselo, un peldaño fundamental en la epopeya boliviana por la libertad. Cuando Evo Morales intentó perpetuarse en el poder tras un fraude electoral evidente, fue la movilización popular la que impuso su renuncia. En ese vacío de poder, el país necesitaba un rostro civil, una figura institucional que restableciera el orden. Jeanine Áñez asumió la presidencia por mandato constitucional, no por ambición. Su breve gobierno devolvió la paz a las calles, convocó elecciones limpias y garantizó el retorno de la democracia que hoy se consolida con la elección de Rodrigo Paz.
Por esa razón, el régimen de Luis Arce no le perdonó jamás. La torturó con prisiones injustas, la llenó de juicios amañados y la convirtió en rehén política de un sistema judicial sometido al poder partidario. Fue condenada ilegalmente por delitos inventados y procesada por la vía ordinaria, cuando la Constitución establece un juicio de responsabilidades para los expresidentes. Su caso fue una aberración jurídica, una venganza planificada para enviar un mensaje de terror a toda una nación que se atrevió a desafiar al caudillo.
Durante casi cinco años, Áñez resistió con una fortaleza que asombra incluso a sus adversarios. En la cárcel de Miraflores, su cuerpo fue castigado, pero su espíritu jamás se rindió. Ella misma escribió que no se arrepentía de haber servido a su patria “cuando más lo necesitaba”, y esa frase quedará grabada como testimonio de dignidad.
La anulación de su sentencia es mucho más que un triunfo judicial. Es el principio del fin de la manipulación política de la justicia, el cierre del ciclo de terror que convirtió a los tribunales en instrumentos del poder.
El retorno de Jeanine Áñez a la libertad coincide con la posesión de un nuevo presidente democrático. Ella debe estar allí, como lo anunció su hija, presente en el acto de transmisión de mando, no como una invitada más, sino como un símbolo viviente de la resistencia cívica boliviana. Su sola presencia recordará que la libertad se defiende con coraje, que la justicia puede tardar, pero finalmente llega, y que ningún poder autoritario puede eternizarse cuando un pueblo se decide a recuperar su destino.
Bolivia despierta este noviembre con la conciencia tranquila de haber cerrado una herida. La dictadura del MAS ya es pasado. Queda el desafío de reconstruir la justicia, limpiar el sistema de los resabios del abuso y honrar a quienes sufrieron por defender la democracia.
Jeanine Áñez vuelve a respirar en libertad, y con ella respira todo un país que, tras años de oscuridad, vuelve a creer que el Estado de derecho es posible. Bolivia le dice al mundo: la pesadilla terminó.