Toda la semana pasada los bolivianos tuvimos un déjà vu histórico: vimos a un presidente electo viajando al norte, no para tomarse fotos con dictadores caribeños ni para recitarle poemas a Maduro, sino para reunirse —escuchen bien— con señores que usan corbata, calculadora y cerebro. Sí, con el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, el BID y, como si fuera poco, con funcionarios del mismísimo gobierno de los Estados Unidos.
Y mientras unos en las redes gritaban “¡vendepatria!”, otros —los que todavía usamos la cabeza— vimos algo que no pasaba hace casi dos décadas: Bolivia volviendo a hablar el idioma del mundo civilizado.
¿Qué son esos monstruos de tres letras que tanto asustan a los socialistas?, se preguntan los ciudadanos de a pie, ya que nadie tiene la paciencia de explicarles.
El Banco Mundial (BM) no es una lavandería de dinero, como algunos creen, ni un banco donde uno va con su cédula a pedir un crédito. Es un organismo internacional que presta plata, sí, pero con un detalle: quiere saber para qué la vas a usar. Si decís que es para construir carreteras, no podés terminar haciendo canchas de pasto sintético ni monumentos a la nada.
El Fondo Monetario Internacional (FMI), ese que Evo juraba que nos tenía de rodillas, es como el amigo que te presta plata, pero antes te revisa las cuentas, te pregunta cuánto ganás, cuánto gastás y en qué derrochás. En otras palabras, el FMI no financia el despilfarro ideológico, sino el orden fiscal. Claro, eso a los revolucionarios de escritorio no les gusta, porque prefieren un Estado gordo, lento y obediente a sus apetitos.
Y el BID (Banco Interamericano de Desarrollo) es como el primo serio del barrio que, aunque vive en Washington, se preocupa por los países latinoamericanos y les dice: “Les presto, pero construyan escuelas, no ministerios”.
¿Qué significa que el presidente electo haya estado ahí? Es la pregunta que me hace esa generación que se educó, en gran parte, durante los gobiernos corruptos del MAS y que ahora ve a un presidente electo aparecer de saco y corbata, dándole más elegancia a la institucionalidad presidencial.
Y la respuesta es simple: significa que Bolivia volvió a entrar al mapa de la confianza. Que después de años de aislamiento voluntario y discursos de odio contra “el imperio”, alguien entendió que el desarrollo no se grita con poncho ni se decreta en Plaza Murillo: se gestiona con credibilidad.
Reunirse con el secretario de Estado adjunto para el Hemisferio Occidental, Brian Nichols, y con el senador Marco Rubio —uno de los políticos más influyentes del Partido Republicano en temas de América Latina, quien fue durante años la pesadilla de los gobiernos populistas, el que denunciaba las dictaduras del ALBA y exigía sanciones contra quienes violaban derechos humanos— representa algo grande. Pues bien, ese Rubio se reunió con un presidente boliviano electo que encarna el retorno a la sensatez. Y eso, aunque duela a los nostálgicos del socialismo tropical, se llama legitimidad internacional.
Y esto no es rendirse al capitalismo: es firmar el certificado de defunción del populismo de barricada que nos dejó sin dólares, sin gasolina y con un país lleno de deudas disfrazadas de “bonos sociales”.
Mientras tanto, los nostálgicos del siglo XXI siguen llorando porque ya no somos parte del ALBA, ese club de gobiernos que defendían la pobreza como identidad cultural, la corrupción como método y la represión como política pública. “Nos expulsaron”, dicen.
Pues gracias. Nadie quiere seguir en un club donde los socios están quebrados o presos. Esa es la ironía del siglo: durante años nos hicieron creer que hablar con el FMI era vender la patria, pero arrodillarse ante Cuba o Venezuela era un acto de soberanía.
Nos enseñaron que recibir técnicos del BID era colonialismo, pero aceptar médicos sin título era “solidaridad internacional”. Nos contaron que negociar con Estados Unidos era peligroso, pero hipotecar el país a China era “estrategia multipolar”.
Hoy, ver a un presidente electo reunido con organismos serios no debería sorprendernos. Pero claro, después de 20 años de “Revolución del Charque”, cualquier gesto de normalidad parece revolucionario.
En palabras simples: cuando un presidente habla con el Banco Mundial, con el BID o con el FMI, no está “vendiendo el país”, está intentando que te vuelvan la gasolina, el dólar y la esperanza.
Y cuando lo reciben en Washington con la bandera boliviana al lado, no es porque lo amen: es porque lo respetan. Algo que hace rato habíamos olvidado conseguir. Así que sí, dime a quién visitas y te diré qué político eres.
Porque hay quienes visitaban La Habana y volvían con consignas, y hay quienes visitan Washington y vuelven con proyectos, inversiones y crédito barato.
Bolivia necesitaba menos discursos y más reuniones como estas. Y si eso molesta a los profetas del “antiimperialismo de TikTok”, qué pena: mientras ellos siguen cantando La Internacional, otros están firmando el futuro.