Editorial

Río de Janeiro

Río de Janeiro se ha convertido en el espejo más oscuro de América Latina. La operación policial más letal en la historia de Brasil —con más de 130 muertos— es la muestra más evidente...

Editorial | | 2025-11-02 08:39:15

Río de Janeiro se ha convertido en el espejo más oscuro de América Latina. La operación policial más letal en la historia de Brasil —con más de 130 muertos— es la muestra más evidente de que el narcotráfico ya no solo domina territorios: disputa el poder al Estado, gobierna barrios, impone leyes y define la vida (y la muerte) de millones de personas.

El Comando Vermelho, la facción criminal más violenta de Brasil, cuenta con unos 30.000 miembros armados con fusiles de guerra y drones lanzagranadas. Su estructura y su capacidad de fuego superan las de muchos ejércitos nacionales. Este grupo nació en prisión hace casi medio siglo y hoy controla la mitad de las zonas dominadas por bandas armadas en Río. La operación del martes, que dejó más muertos que una batalla en Ucrania, fue el intento del Estado por recuperar una ciudad tomada. Pero llegó tarde.

El horror no está solo en las cifras, sino en el contexto: decenas de cadáveres desfigurados, cuerpos sin cabeza y madres que reconocen a sus hijos colgados de árboles como trofeos de guerra. El crimen organizado ha alcanzado en Brasil una dimensión paramilitar. Ya no se trata de narcotraficantes; se trata de ejércitos privados que dominan territorios, cobran impuestos, aplican justicia y desafían abiertamente al Estado.

La reacción internacional vuelve a mostrar una ceguera selectiva. La ONU y los organismos de derechos humanos condenaron la brutalidad policial —una preocupación legítima—, pero parecen incapaces de reconocer que la verdadera tragedia es cómo la región ha permitido que el crimen organizado se convierta en un poder paralelo. No hay proporción en la mirada: se condenan los excesos del Estado, pero se minimiza la barbarie del narco que cada día asesina, tortura y esclaviza comunidades enteras.

Lula da Silva, consciente de esta contradicción, reconoció que Brasil “no puede aceptar que el crimen organizado siga destruyendo familias”. Sin embargo, el problema no nació con este operativo: lleva décadas creciendo al amparo de la corrupción política y la complicidad de gobiernos. En algunos estados, las fronteras entre gobernantes y narcotraficantes se diluyen al punto de ser indistinguibles.

Lo ocurrido en Río puede repetirse en cualquier parte del continente. Ya sucede en México, donde los cárteles controlan provincias enteras; en Ecuador, donde intentaron un golpe de Estado; y en Bolivia, donde el narcotráfico se ha infiltrado en las estructuras políticas, económicas y policiales. En todos los casos, la historia es la misma: la tolerancia y la vista gorda ante el poder narco terminaron por incubar monstruos.

Río de Janeiro no fue solo un operativo fallido ni una tragedia humanitaria. Fue un aviso. Un recordatorio brutal de que América Latina está perdiendo la guerra no contra las drogas, sino contra el crimen organizado que ha aprendido a operar como un Estado dentro de otro.

Mientras los organismos internacionales reparten condenas selectivas y los gobiernos improvisan respuestas tardías, los narcos siguen ganando terreno, comprando voluntades y sembrando terror.

Río de Janeiro no fue solo un operativo fallido ni una tragedia humanitaria. Fue un aviso. Un recordatorio brutal de que América Latina está perdiendo la guerra no contra las drogas, sino contra el crimen organizado que ha aprendido a operar como un Estado dentro de otro.