Mientras Rodrigo Paz está haciendo y diciendo todo lo que nadie esperaba de él, Edman Lara —el vicepresidente electo— está actuando exactamente como se temía: confirmando los peores pronósticos. Y esta diferencia no es menor, porque de ella depende la posibilidad real de que Bolivia por fin salga del pantano económico, político y moral en el que el país ha vivido durante casi dos décadas.
Lo sorprendente de Rodrigo Paz no es solo la victoria electoral, sino el rumbo que está marcando. Contra todas las expectativas, ha mostrado firmeza, claridad y un discurso moderno, conectado con la urgencia de abrir Bolivia al mundo. No se esperaba que diera el portazo a Cuba, Venezuela y Nicaragua. No se esperaba que rechazara invitarlos a su posesión. No se esperaba que estrechara la mano de Estados Unidos, que tendiera puentes con Javier Milei, que hablara de inversiones, libertad económica y reformas. Y menos aún, que lo hiciera con coherencia, sin sobresaltos y sin demagogia.
Bolivia votó por eso. Votó para sepultar un ciclo. Más del 60% votó contra el modelo estatista, contra el socialismo que destruyó la economía, contra un país cerrado, pobre, confrontado y vigilado. El mandato fue claro: abrir puertas, atraer capital, reconstruir confianza, devolver futuro. Y Paz está leyendo correctamente ese mandato.
Pero mientras el presidente electo se dedica a tender puentes, generar confianza y demostrar que Bolivia puede ser un país confiable y atractivo para invertir, su vicepresidente parece obsesionado en dinamitar ese trabajo. Lara ha decidido convertirse en el antagonista interno. No en el contrapeso, no en la voz moderadora, sino en el saboteador.
Ya lo vimos durante la campaña: discurso agresivo, populista, calcado del libreto masista. Pero ahora, en lugar de moderarse, ha ido más lejos. Al mismo tiempo que Rodrigo habla de cooperación internacional para combatir el narcotráfico, Lara anuncia que se opone al regreso de la DEA. Mientras el presidente electo plantea un país abierto a la inversión, Lara anuncia que quiere “echar a Petrobras”, repitiendo la escena y la retórica de Evo Morales en 2006, aquella que marcó el inicio del deterioro de la industria gasífera y la caída productiva de Bolivia.
Los mercados no leen discursos internos, ni entienden berrinches políticos. Los inversionistas solo necesitan ver una cosa: coherencia. Una sola voz. Una sola dirección. Y hoy esa dirección está fracturada.
No estamos frente a una simple diferencia de estilos. Estamos ante un riesgo real de inestabilidad institucional. Si el vicepresidente se convierte en oposición interna, si empieza a bloquear, a chantajear, a recordar que “gracias a él” se ganó la elección para reclamar cuotas de poder, entonces Bolivia está entrando en un escenario peligroso. Y los capitales, simplemente, no vendrán.
Un vicepresidente que actúa como piedra en el zapato puede destruir la confianza internacional más rápido de lo que se tarda en firmar un decreto.
No se trata de desplazarlo ni de humillarlo. Se trata de poner límites claros. De recordarle que el mandato popular no fue para repetir la historia del MAS, sino para superarla. Que Bolivia votó por estabilidad, por apertura, por libertad económica y por reconstrucción.