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Crónica del inicio de una nueva era

Crónica del inicio de una nueva era
Alberto De Oliva Maya | Columnista
| 2025-10-30 07:22:44

Como era de esperarse, Rodrigo Paz salió presidente y, con ello, comenzó una historia que nada tiene que ver con la novela electoral que acabamos de vivir. Lo curioso es que, durante la campaña, el ahora presidente tuvo que hacer de todo: candidato, bombero, psicólogo y hasta traductor de su propio vice, ese personaje que confundía la palabra “discurso” con “descarga verbal”.

Mientras Rodrigo caminaba, sonreía y sumaba voluntades, su compañero de fórmula parecía empeñado en sumar incendios. Pero el plan funcionó: uno distraía al populacho, el otro construía confianza. Así, Bolivia eligió con el cansancio del alma y la esperanza parcheada.

Desde el 17 de octubre, el país cambió de estación: pasamos del otoño del socialismo al amanecer de la sensatez. En una semana, los saludos diplomáticos comenzaron a llegar. Estados Unidos, Europa y varios países del vecindario, que antes ni respondían los correos, ahora enviaron felicitaciones oficiales. Bolivia, dijeron, vuelve a ser “un socio confiable”. Traducido: ya no da vergüenza saludarla en público.

Y mientras el mundo lo celebra, Lara debe estar descubriendo la dura realidad del poder: que el vicepresidente acompaña, pero no manda. Rodrigo ya le hizo saber que el rol de “decorativo institucional” no es ofensivo, sino protocolar. Al fin y al cabo, los presidentes gobiernan; los vices esperan el llamado.

Por otro lado, ahí están los tres eternos sobrevivientes del paisaje político boliviano: Manfred, Tuto y Samuel. Los tres, cual veteranos de guerra, ofrecen su “apoyo incondicional” al nuevo gobierno. Claro, incondicional siempre y cuando incluya algo de visibilidad y alguna mención honorífica para seguir sintiéndose vigentes.

El primero, Manfred, ya sabe que sus tiempos de caudillo quedaron en la vitrina del recuerdo. Sus parlamentarios valen lo justo para sumar un voto aquí y otro allá, pero ya no marcan el paso de la tropa.

Tuto, más cerebral que emocional, aún no ha tenido el gesto mínimo —pero moralmente justo— de agradecer al pueblo cruceño por haberle devuelto aire político. Fue Santa Cruz, junto al Beni, quienes lo hicieron ganador en el oriente boliviano, otorgándole la dignidad de aparecer en el mapa electoral.

Sin embargo, esa misma realidad es la que hoy reaviva el viejo regionalismo del occidente que, por haber sido ellos quienes llevaron a Rodrigo a la presidencia, vuelven a desempolvar sus prejuicios con la misma pasión con la que antes predicaban unidad nacional.

En su obstinación, gritan victoria mientras mastican resentimiento, porque el liderazgo de Rodrigo, nacido del voto andino-centralista, reafirma su narrativa de que el poder solo puede venir —y estar— centrado en los Andes.

Y Samuel, el eterno empresario político, olfateó rápido la oportunidad. El mirismo, disfrazado de nostalgia republicana, pretende resucitar bajo la sombra de un presidente que encarna el orden y el equilibrio que su propio partido perdió hace décadas. Paradójico: el hijo del estadista es ahora quien devuelve al país la institucionalidad que su propio entorno alguna vez destruyó.

Los nuevos asambleístas serán los verdaderos actores que, de relleno, se convertirán en protagonistas. Esta es la verdadera novedad de estas elecciones que terminaron. Los candidatos así llamados nunca fueron verdaderos jefes de partido, y peor aún, de alianzas.

Esta vez, el Parlamento no responde a estructuras partidarias tradicionales, sino a siglas prestadas y alianzas improvisadas. Los legisladores no se deben a una ideología ni a un jefe político, sino a su propio instinto de supervivencia y, claro, a los beneficios que puedan negociar.

Es la era del “voto útil personal”, donde cada asambleísta es una microempresa política y cada voto, un contrato potencial. Por eso, Rodrigo, más que pactar con partidos, deberá conquistar conciencias individuales, una por una, con el arte de la persuasión que tanto escaseó en los últimos veinte años.

La ironía es que, en este caos institucional, la gobernabilidad ya no se negocia en los partidos, sino en los pasillos. Los antiguos caudillos dejaron de tener control, y los nuevos parlamentarios aprendieron que la independencia —esa palabra que tanto se usó para adornar discursos— ahora se cotiza.

Un presidente de símbolos y señales, Rodrigo empezó marcando diferencia con gestos que valen más que cien discursos. Recuperó el Escudo de la República, el símbolo que recuerda que antes de ser plurinacionales fuimos un país con dignidad. Ese pequeño acto fue un terremoto moral: un mensaje claro de que la era del resentimiento terminó.

Gobernar no será fácil, pero si continúa firme, sin dejar que el pasado lo distraiga ni que el ego lo contamine, podrá escribir una nueva página en la historia nacional. Con el apoyo internacional, la familia —que había desaparecido en los gobiernos del MAS porque no era símbolo del progresismo— y la fe de su pueblo, con la bendición de Dios, que a esta altura parece el único aliado constante de Bolivia, Rodrigo Paz podría ser el presidente que devuelva al país el orden perdido.

Y si logra eso, aunque sea parcialmente, no habrá duda alguna: habrá nacido el milagro boliviano… versión sensata.

Alberto De Oliva Maya | Columnista