Una de las preguntas que más se repiten estos días en Bolivia es si con Rodrigo Paz volverá la DEA. La respuesta del presidente electo fue directa: “la DEA nunca se fue”. Pero más allá de la literalidad de la frase, el país necesita claridad. No se trata de reabrir oficinas ni de revivir fantasmas del pasado, sino de iniciar una etapa distinta, en la que la lucha contra el narcotráfico deje de ser una bandera política para convertirse en una política de Estado.
Durante dos décadas, el Movimiento al Socialismo (MAS) construyó un sistema de permisividad que permitió que Bolivia se consolidara como un refugio seguro para los narcotraficantes. En ese tiempo, el país pasó de ser una zona de tránsito a convertirse en un territorio de operaciones, protegido por la impunidad y la complicidad institucional. El nuevo gobierno tiene la obligación de poner fin a esa etapa.
El narcotráfico ha corroído la institucionalidad, ha penetrado la justicia y ha degradado la imagen internacional de Bolivia hasta convertirla en un “narcoestado” de facto. No es casual que en cada rueda de prensa internacional los periodistas pregunten a Rodrigo Paz si volverá la DEA o si se reanudarán los vínculos con Estados Unidos. Esa insistencia refleja la preocupación del mundo ante un país que, durante años, rechazó toda forma de cooperación externa mientras los cultivos ilícitos y la violencia crecían sin control.
Paz debe enviar señales inequívocas de que la política antidroga cambiará radicalmente. Esas señales deben traducirse en hechos concretos: una estrategia nacional coordinada, cooperación con organismos internacionales, fortalecimiento de las Fuerzas Especiales de Lucha contra el Narcotráfico y transparencia en cada operación. No se puede seguir combatiendo un problema global con una política local y cerrada.
Ningún país del mundo ha logrado enfrentar con éxito al narcotráfico sin cooperación internacional. Colombia, Perú, México y hasta Brasil lo saben bien. Pretender hacerlo en soledad es tan ingenuo como suicida. Bolivia necesita aliados que aporten logística, inteligencia, tecnología y recursos. Y entre esos aliados deben estar los organismos que más saben de esta lucha, como la DEA, Europol o la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC).
Las resistencias internas -incluida la de Edman Lara, nada menos-, son previsibles. Los sectores vinculados al “evismo” temen que la apertura al mundo signifique perder los privilegios que les otorgó el viejo régimen. No se trata de entregar la soberanía ni de someter al país a intereses extranjeros; se trata de recuperar la dignidad que se pierde cuando el Estado se convierte en cómplice del delito.
Rodrigo Paz debe dejarlo claro desde el inicio: Bolivia no volverá a ser el reino de la droga. La lucha antidroga debe ser seria, sostenida y libre de manipulaciones políticas. Si el nuevo gobierno quiere acabar con el estigma de “narcoestado” que pesa sobre el país, tendrá que demostrar con hechos que esta vez no habrá intocables ni zonas grises.
La promesa de Paz de “abrir Bolivia al mundo” debe traducirse en una política de cooperación integral y en una cruzada nacional contra el crimen organizado. Porque en esta batalla, lo verdaderamente caro no es el apoyo externo, sino la inacción. Y el precio de no hacer nada ya lo hemos pagado durante demasiado tiempo.