Los presidentes de facto gobernaron a fuerza de decretos supremos y, en algunos casos, dictaron decretos-ley. Sus prerrogativas no alcanzaban para más. En los últimos veinte años, los denominados tribunales y el propio Legislativo se convirtieron en agencias de poder sometidas a la voluntad del presidente, de los dirigentes políticos e incluso de los movimientos sociales.
Ahora, la realidad es distinta: el Parlamento tiene una nueva composición partidaria. No habrá más omnipotencia que valga; será necesario convencer, seducir y negociar. La gobernabilidad que se consiga a través de los representantes del pueblo es el tema principal. Los diputados y senadores elegidos en fórmulas consideradas de derecha suman más de dos tercios. Si bien las propuestas de los candidatos difieren en formas, tiempos y medios para alcanzar los objetivos, son afines en los enfoques globales.
Las circunstancias requieren un acuerdo trascendental que permita concertar y, si es inevitable, establecer un cogobierno compatible con un plan incluyente —permeable al sentido común— en los aspectos económicos y sociales, así como en los puntos que deberán incluirse en la reforma constitucional. Si tal alianza se concreta, no debe causar extrañeza que se compartan ministerios y se definan apoyos en las próximas elecciones subnacionales y municipales, para sumar gobernabilidad territorial y, al mismo tiempo, reconstruir la estropeada institucionalidad.
Por lo mismo, dos tercios del Parlamento significan ciento diez votos. La Democracia Cristiana tiene setenta, y Libre, cincuenta y tres; será mejor incluir a Unión Nacional con treinta y cinco votos, e incluso a Súmate con seis. Porque, como pocas veces, la prerrogativa de gobernar corresponde al Ejecutivo, y el poder permanece en la Asamblea Legislativa Plurinacional (ALP), como debería ser siempre, pues la ALP representa al pueblo en sus diferentes estratos sociales. La negociación no estará exenta de enfrentar los caprichos de falsos liderazgos que esperan beneficios directos bajo la simpleza necia de la frase: “por el bienestar del pueblo”.
El país está paralizado. El combustible es asunto de primera urgencia; se escuchan soluciones en medio de misteriosas promesas, y por momentos suenan de fondo cantos de sirenas. La realidad visible debería ser: buques cisterna en altamar, millones de litros descargándose en los puertos, centenares de camiones cisterna en ruta... Bolivia, como destino final. ¿Qué tanto importa cómo fueron comprados el diésel y la gasolina? ¡El país necesita moverse!
Por otro lado, para acceder a los créditos que permitan disponer de dólares, es indispensable aprobar leyes: será la primera prueba de fuego para calibrar la predisposición parlamentaria, apoyar o rechazar. La gobernabilidad que se logre —al menos durante los dos primeros años— a través de los representantes del pueblo es fundamental. Tan pronto como termine el delirio de la victoria, el nuevo gobierno necesitará aliados.