Cada uno a su manera, los candidatos que podrían manejar el próximo gobierno, andan como pisando huevos, con temor anticipado a las reacciones que podría generar en la población las medidas de shock que hay que tomar para evitar que la economía colapse. Algunos analistas visualizan un panorama complicado cuando el nuevo gobierno decida hacer los ajustes imprescindibles para que la bomba que instaló el MAS no estalle en las manos de la siguiente administración. Lamentablemente, el populismo masista nos ha dejado una herencia más peligrosa que el déficit fiscal: un ciudadano acostumbrado a creer en promesas que disfrazan la realidad.
Durante dos décadas, el discurso populista moldeó un chip en la mentalidad del boliviano: que siempre habrá subsidios, que los precios no subirán, que el Estado se encargará de resolverlo todo. Se cultivó la idea de que un buen gobierno es aquel que regala, que oculta la crisis y que asegura tranquilidad a costa de hipotecar el futuro. Ese es el peor daño: una ciudadanía adormecida, que confunde protección con engaño y subsidio con derecho.
El gran desafío de Bolivia no es solo económico, es cultural. Hay que reeducar al ciudadano. Explicarle sin anestesia que los recursos son limitados, que los precios no se congelan con decretos y que cada dádiva tiene un costo que pagan quienes trabajan y producen. Reeducar es romper con esa pedagogía de la mentira que nos llevó a aceptar el estatismo como sinónimo de progreso.
Las verdaderas medidas de shock deben comenzar por cambiar la mentalidad colectiva. El ciudadano debe entender que cuando hay crisis toca ajustarse, ser resiliente y adaptarse a la realidad. El futuro no depende de subsidios, sino de libertad para producir. El Estado que necesitamos no es el fortachón que regala, sino el fuerte que garantiza propiedad, justicia y seguridad.
Además, el shock político es ineludible. Hay que desenmascarar a las mafias disfrazadas de movimientos sociales que, en nombre del pueblo, bloquean, chantajean y paralizan al país. Son corporaciones que viven del Estado y condenan a las mayorías al atraso. Un ciudadano consciente las rechazará porque sabrá que no traen desarrollo, sino más dependencia.
El populismo ha hecho creer que cuanto más grande es el Estado, mejor vive la gente. La experiencia demuestra lo contrario: más Estado significa más corrupción, más burocracia y menos libertad. El ciudadano reeducado no pedirá regalos, pedirá honestidad; no exigirá precios controlados, exigirá que lo dejen trabajar; no aceptará el paternalismo, demandará instituciones que no lo frenen.
La bomba que deja el MAS no es solo económica: es la deformación cultural de una sociedad que aplaude al político que miente y desprecia al que dice la verdad. Romper esa lógica es el verdadero shock que necesita Bolivia. Y solo ocurrirá cuando la gente deje de ver al Estado como papá proveedor y lo vea como árbitro imparcial que asegura reglas claras.
Medidas de shock no significa hambre ni castigo, significa despertar de la ilusión populista que nos ató durante veinte años. Es entender que la libertad vale más que cualquier subsidio y que el futuro se construye con esfuerzo, no con dádivas. Bolivia no saldrá adelante con placebos, sino con la valentía de enfrentar la realidad y cambiar de raíz la forma en que pensamos.