Hace 15 años, todos los bolivianos nos queríamos matar, no solo cambas y collas. La división atravesaba todo: ciudad contra campo, blancos contra indígenas, ricos contra pobres. No fue un odio espontáneo, sino un odio promovido, incentivado y administrado desde el poder por Evo Morales y su “proceso de cambio”. Se instaló una lógica de confrontación que convirtió al adversario en enemigo y al vecino en sospechoso.
El gobierno del MAS no se conformó con un discurso incendiario. Fue más allá: incentivó invasiones, promovió cercos, organizó ataques contra regiones enteras. Ocurrió en Pando, donde la masacre marcó un antes y un después; en Cochabamba, donde se intentó doblegar a la ciudad con violencia; en Santa Cruz, que vivió bloqueos, amenazas y persecución; y en el tristemente célebre caso del Hotel Las Américas, que reveló hasta dónde estaba dispuesto a llegar el Estado para aplastar al disidente. La represión alcanzó niveles de terrorismo de Estado: persecución política, cárcel y destierro para cientos, solo por ser del oriente boliviano.
Esa estrategia tenía un objetivo: acumular y perpetuar poder. La fórmula era clara: sembrar odio, dividir y luego presentarse como el único árbitro capaz de “ordenar” el caos. Durante esos años, la fractura social fue tan profunda que casi no había boliviano que no guardara rencor contra otro. La herida era real, pero el enfrentamiento nunca fue pueblo contra pueblo. Fue el Estado contra los ciudadanos. Fue el MAS contra Bolivia.
La paciencia se agotó. La sociedad se cansó del resentimiento impuesto desde arriba. La respuesta vino en las urnas y en las calles: Evo Morales terminó huyendo, anulado por el mismo pueblo al que pretendió someter con discursos de odio. La verdadera confrontación fue contra él y contra su régimen, no entre bolivianos. La mayoría rechazó con fuerza la manipulación del odio como herramienta política.
Hoy asistimos a un intento de reactivar esa misma narrativa. Edman Lara, candidato a la Vicepresidencia por el PDC, recurre al mismo libreto que usó el evismo en sus peores tiempos. Sus insultos, acusaciones y apelaciones al “anticollaje” o al “regionalismo” no son otra cosa que una copia del guion que destrozó al país hace década y media. La desesperación por encuestas adversas lo empuja a intentar sembrar de nuevo la semilla del enfrentamiento.
La estrategia es evidente: victimizarse, acusar de racismo y de “logieros” a los adversarios, agitar fantasmas de la Media Luna, repetir el cuento del separatismo. Es el mismo manual que Evo usó para dividir, solo que ahora disfrazado de novedad por quienes no tienen nada que ofrecer.
Pero Bolivia ya aprendió. El odio no une, destruye. El racismo, venga de donde venga, solo hiere y atrasa. La experiencia nos mostró hasta qué punto la división impuesta desde arriba puede desgarrar el tejido social. Por eso es ingenuo pensar que el pueblo se prestará otra vez al mismo juego. La mayoría de los bolivianos quiere paz, democracia y oportunidades; no quiere más matanzas, persecuciones ni odios rentables para políticos sin ética.
Si algo quedó claro tras la caída de Evo Morales es que el verdadero rechazo no fue entre cambas y collas, sino contra quienes manipularon esas diferencias para aferrarse al poder. Hoy, Lara y sus aliados deberían entenderlo: si insisten en revivir esa peligrosa dialéctica, lo único que cosecharán será el repudio ciudadano.