El reciente estudio de la Fundación Jubileo ha encendido una alarma que debería estremecer al país entero: 266 de los 343 municipios bolivianos son inviables desde el punto de vista poblacional. En otras palabras, apenas el 22% de los gobiernos locales tiene las condiciones mínimas para sostenerse. Se trata de un retrato descarnado del fracaso de la democracia en su versión municipal y, por extensión, del modelo de descentralización que se consolidó tras la reforma de los años noventa.
La inviabilidad no es solo demográfica. Se expresa en la dependencia casi absoluta de transferencias fiscales, en la debilidad productiva, en la pobreza multidimensional y en la incapacidad de generar capital humano suficiente para sostener la gestión pública. Apenas el 5% de los municipios recauda al menos un 20% de sus ingresos, mientras el resto sobrevive atado al grifo del Gobierno central. Más del 80% ejecuta su presupuesto, pero esa ejecución no se traduce en bienestar, sino en gasto corriente o inversiones desarticuladas de una estrategia de desarrollo.
La democracia, entendida como un sistema que acerca el poder a los ciudadanos, se desdibuja cuando los municipios no son capaces de garantizar servicios básicos, ni de generar oportunidades de progreso. ¿Qué representatividad real tiene un alcalde en un municipio con menos de 10.000 habitantes, sin recursos propios, con escuelas precarias y con jóvenes condenados a migrar? En muchos casos, el municipio se convierte en una agencia de empleo político y en un espacio de clientelismo, antes que en una instancia de gobierno legítimo y útil.
La caída estrepitosa de los ingresos por hidrocarburos agrava el cuadro. El Impuesto Directo a los Hidrocarburos (IDH), que llegó a recaudar más de 15.000 millones de bolivianos en 2014, apenas alcanzó los 2.177 millones hasta agosto de 2025. La economía municipal, sostenida artificialmente por esa renta, hoy se encuentra desfondada. La crisis energética y la falta de nuevas reservas han dejado a los municipios pequeños sin la tabla de salvación que les permitía sobrevivir.
A este panorama se suma la redistribución de recursos post-Censo 2024. Casi 180 entidades autónomas y universidades verán reducidos sus ingresos en 2026, lo que incrementará la competencia por recursos escasos y multiplicará los conflictos interterritoriales. Tres cuartas partes de los municipios aumentaron población, pero solo la mitad verá crecer su asignación de recursos, lo que genera nuevas asimetrías y resentimientos.
El fracaso de la democracia municipal no es solo técnico ni fiscal; es político. Se diseñó un mapa con más de 300 municipios bajo el supuesto de que la cercanía geográfica se traduciría en mayor participación y desarrollo. Lo que se tiene hoy son instituciones vacías, con poca capacidad para articular políticas públicas y que, en muchos casos, reproducen la desigualdad y la pobreza.
Hablar de una “segunda generación de descentralización” es urgente, se necesita repensar la democracia desde lo local, fusionar municipios inviables, crear incentivos para la autosuficiencia, invertir en capital humano y en estructuras productivas. De lo contrario, seguiremos sosteniendo una ficción democrática que no resuelve los problemas reales de los bolivianos.