Hoy se ha vuelto muy peligroso opinar de cualquier asunto, pues se corre el riesgo de ser catalogado como portador de un “discurso de odio”. Esta etiqueta, cada vez más extendida en el mundo, se ha convertido en un mecanismo para silenciar la disidencia y limitar la libertad. El problema radica en su ambigüedad: lo que un grupo considera “odio” puede ser simplemente una crítica legítima. Así, cuestionar políticas migratorias, ideologías de género, religiones o modelos económicos se transforma en un supuesto delito. La izquierda global, inspirada en el marxismo cultural, ha perfeccionado esta arma para blindar sus dogmas y deslegitimar cualquier oposición. El resultado es la erosión de un principio básico: el derecho a expresarse libremente. La libertad de palabra no necesita permiso estatal; nace del derecho de cada individuo a ser dueño de su cuerpo, su mente y sus ideas. Convertir la crítica en “odio” equivale a instaurar un pensamiento único, propio del autoritarismo. Aceptar esta trampa significa aceptar sociedades vigiladas, ciudadanos atemorizados y una democracia convertida en caricatura, donde la corrección política reemplaza a la verdad.