El capitalismo no es simplemente un sistema económico, es un salto civilizatorio. Antes de su irrupción, la organización de las sociedades estaba determinada por factores ajenos al mérito: la sangre, la cuna o la bendición clerical. La nobleza y el clero constituían castas que monopolizaban el poder político y económico, sustentadas en la superstición, la herencia y la coerción. El individuo no tenía herramientas para superarse más allá de los límites que le imponía su origen.
Ese orden comenzó a resquebrajarse con las revoluciones burguesas surgidas en el marco del Renacimiento y la Ilustración. La ciencia, la razón y la tecnología abrieron paso a una nueva clase: la burguesía. Estos comerciantes, artesanos y empresarios acumulaban riqueza gracias a su capacidad de generar valor. La irrupción del capitalismo significó, por tanto, el ingreso de la meritocracia en la vida social: sobrevivía y prosperaba aquel que servía mejor a los demás, que ofrecía bienes y servicios más útiles y más ventajosos.
El capitalista, a diferencia del aristócrata o del clérigo, no tiene su posición asegurada. Su poder depende de la aceptación voluntaria de los consumidores. Si deja de producir, de innovar o de satisfacer necesidades, desaparece. El capitalismo es el primer sistema en el que la riqueza se legitima a través de la utilidad social. El beneficio privado sólo existe en la medida en que se crea un beneficio colectivo.
Los gobiernos, en cambio, pueden mantenerse aunque no sirvan al ciudadano, porque se apoyan en la coerción: armas, leyes, tributos y burocracias. El capitalista, incluso el más exitoso, está obligado a someterse a ese poder político que, si se convierte en depredador, termina por secuestrar el dinamismo del mercado.
El socialismo, presentado históricamente como una alternativa, no es más que la reedición del viejo orden. En lugar de liberar al individuo, concentra el poder económico en manos del Estado y crea una casta privilegiada de burócratas. Esos funcionarios, sin mérito productivo, reproducen el mismo parasitismo de nobles, clérigos o militares de antaño: se apropian del capital, del conocimiento y de los medios de producción con el pretexto de “proteger” a la sociedad, pero en realidad viven de ella.
El capitalismo no es un poder en sí mismo, sino una herramienta. Es la aplicación del conocimiento, las habilidades y la creatividad humana para transformar recursos en bienes de creciente calidad y menor precio. Es el arte de multiplicar la riqueza a través del mérito individual al servicio del bienestar colectivo.
El problema es que, en la mayoría de los países, esa herramienta está intervenida. El poder político limita, regula o captura la libre competencia. China es el ejemplo más notable: una economía que ha usado al capitalismo como motor de desarrollo, pero siempre bajo control férreo de una casta política que decide quién puede o no beneficiarse de la libertad económica.
El verdadero reto civilizatorio del presente es devolverle al capitalismo su naturaleza original: un espacio de libertad donde el mérito y la innovación sean recompensados, y donde la prosperidad individual se traduzca en bienestar social. Sin esa libertad, la sociedad retrocede al viejo modelo de castas: unos pocos que mandan sin producir, y las mayorías sometidas a su arbitrariedad.