El MAS no ha desaparecido. Lo que se ha desvanecido son las figuras que lo monopolizaron, los dirigentes que convirtieron una sigla en su patrimonio personal y en el vehículo de su ambición política. El MAS, en su esencia, sigue allí, porque nunca fue simplemente un partido: fue la expresión de tensiones sociales profundas, de carencias históricas y de realidades que permanecen intactas.
Durante años, el MAS encarnó a los sectores más olvidados: campesinos, indígenas, trabajadores informales, ciudadanos sin Estado. Se presentó como la voz de quienes nunca habían tenido espacio en la política. Pero aquello que se vendió como una gesta de inclusión terminó siendo un ardid para instalar un poder corporativo. La promesa de justicia se transformó en prebenda sindical, en dictadura gremial, en un sistema donde las organizaciones sociales se impusieron sobre las instituciones.
El MAS no se esfumó: representa a la economía informal, al contrabando, al narcotráfico, a los gremios que sobreviven al margen de la ley y que encontraron en el Estado un socio complaciente. Allí sigue latiendo, en esos espacios donde la legalidad nunca llegó, donde lo corporativo pesa más que lo ciudadano.
Lo paradójico es que, tras casi dos décadas de poder, los problemas que justificaron su nacimiento siguen intactos. Los indígenas continúan siendo los más pobres de Bolivia, los campesinos viven en precariedad, la salud, la educación y la justicia permanecen rezagadas. El “proceso de cambio” no cambió esas realidades, las profundizó. En cambio, sí logró consolidar a los sindicatos, que hoy son más poderosos que nunca y que ya no necesitan al MAS como sigla para imponer su agenda.
La fortaleza del MAS residió en una coincidencia histórica: la mayor bonanza económica de la que haya gozado Bolivia. Con abundancia de recursos, Evo Morales pudo mantener contentos a sindicatos y movimientos sociales, aunque nunca del todo satisfechos. Ni siquiera con tanto dinero logró saciar sus demandas, porque éstas son infinitas. Y hoy, con un país en crisis, con reservas agotadas y con el Estado debilitado, esas mismas estructuras serán más voraces, más implacables.
El MAS ya no está en el Palacio ni en el Congreso, al menos no con la fuerza de antes. Está en las calles, en los sindicatos, en las federaciones, en los mercados, en las organizaciones paralelas al Estado. Y desde allí seguirán exigiendo atención, privilegios y prebendas al próximo gobierno, cualquiera sea.
La pregunta central es cómo se enfrentará a ese MAS que subsiste. ¿Con más populismo, con más división, con más concesiones? ¿O con una estrategia de gobernabilidad que reconstruya institucionalidad, devuelva poder al ciudadano común y encare de una vez las necesidades de los sectores realmente postergados? El MAS no ha desaparecido. Solo ha mutado. Y seguirá siendo el desafío pendiente para la política boliviana.
Cómo se enfrentará a ese MAS que subsiste. ¿Con más populismo, con más división, con más concesiones? ¿O con una estrategia de gobernabilidad que reconstruya institucionalidad, devuelva poder al ciudadano común y encare de una vez las necesidades de los sectores realmente postergados?