El asesinato de Charlie Kirk ha puesto en evidencia una verdad incómoda: Estados Unidos no enfrenta su decadencia por amenazas externas, ni por la pujanza de China, ni por el ascenso de nuevas potencias, sino por la corrosión interna de su propio sistema universitario. Kirk, un polemista brillante, demostró en cada debate la solidez de su preparación frente a una generación de estudiantes ideologizados que apenas podían articular argumentos más allá de consignas vacías. Su voz fue silenciada no porque careciera de fuerza, sino porque resultaba imposible de contrarrestar en el terreno del pensamiento.
Las universidades norteamericanas, que alguna vez fueron motores de innovación, ciencia y progreso, están entrando en una peligrosa espiral de mediocridad intelectual. Lo que debería ser un espacio de debate académico, de contraste de ideas, de fomento al conocimiento, se ha convertido en un laboratorio de adoctrinamiento ideológico. En vez de formar ciudadanos críticos y responsables, forman activistas sin sustento teórico, más preocupados por repetir frases de moda en redes sociales que por leer, investigar o desarrollar pensamiento propio.
Kirk desenmascaró esa pobreza intelectual. Sus intervenciones en campus universitarios expusieron a una generación que se aferra a causas importadas, desde el ambientalismo radical hasta la militancia por conflictos ajenos, mientras ignora las responsabilidades inmediatas: construir, trabajar, innovar. En vez de producir conocimiento, estas universidades producen slogans. En vez de sembrar ciencia, cosechan victimismo.
El problema no es menor. Estados Unidos se convirtió en potencia mundial gracias a su capacidad de generar conocimiento útil: ciencia aplicada, tecnología, ingeniería, innovación empresarial. Esa era la columna vertebral de su capitalismo. Pero cuando las universidades se vacían de ciencia y se llenan de ideología, el futuro económico y cultural se compromete. La decadencia no empieza en los campos de batalla ni en las guerras comerciales; empieza en las aulas vacías de rigor académico.
Lo más grave es que se consolida un modelo universitario parasitario, muy parecido al que durante décadas ha frenado el desarrollo de América Latina. Centros que no producen nada útil, que no generan progreso ni soluciones reales, sino burocracia, consignas y activismo de café. Si Estados Unidos recorre ese mismo camino, terminará sufriendo el mismo estancamiento que hoy caracteriza a muchas naciones latinoamericanas: universidades que
Detrás de esa deriva universitaria se esconde un cambio cultural profundo: la sociedad del héroe que asume riesgos y responsabilidades está siendo reemplazada por la sociedad de la víctima que culpa a otros de sus fracasos. Es una generación que quiere salvar la Amazonia o Palestina, pero no es capaz de hacerse cargo de su propio país, su propio futuro o su propio destino. Una generación que huye del trabajo, de la disciplina y del sacrificio, mientras exige beneficios y privilegios.
La verdadera decadencia de Estados Unidos no vendrá de sus enemigos externos, sino de su propia incapacidad de mantener el rigor académico que le permitió ser lo que es. Si sus universidades dejan de ser fuente de conocimiento y progreso, dejarán también de sostener la supremacía del país.