
Medico:
Señora Shelley, lamento informarle que en la autopsia literaria que realizamos a sus obras encontramos varias masas… digamos “anómalas”. En Frankenstein en particular, hallamos un tumor cerebral del tamaño de un golem retórico.
Mary Shelley (sonrisa cínica):
¡Ah, doctor! Qué sorpresa. Yo creía que lo único en mi novela que tenía cerebro era la criatura. ¿Me dice que también mis metáforas desarrollaron tumores? Eso sí que es inmortalidad.
Medico:
No es para tomarlo a la ligera. Estas lesiones metafóricas podrían explicar por qué algunos lectores sufren convulsiones morales al terminar el libro. La criatura es un síntoma.
Mary Shelley:
¿Convulsiones morales? ¡Por favor! Eso es solo el efecto secundario de leer mientras piensan. No me culpe a mí, culpe al uso indebido del intelecto.
Medico: (tomando notas):
Además, detectamos microquistes de ironía maligna en El último hombre. Y en sus prólogos, unas calcificaciones de resentimiento victoriano.
Mary Shelley:
Querido doctor, lo mío no son microquistes, son bombas de relojería. Las dejé ahí para que explotaran en la conciencia de futuros moralistas. Si no las desactiva, puede haber pandemias de pensamiento crítico.
Medico: (serio):
Temo que, si no extirpamos estos tumores conceptuales, podrían seguir inspirando generaciones de científicos con complejo de Prometeo. La historia podría repetirse.
Mary Shelley (arqueando la ceja):
¿Extirpar? ¿Y qué hará usted con la criatura, doctor? ¿Le pondrá anestesia al mito para que deje de cuestionar a sus creadores? El tumor no está en mis páginas; está en la humanidad jugando a ser dioses con bisturíes y contratos de patente.
Medico: (suspirando):
Señora Shelley, habla usted como si el monstruo fuera una biopsia del alma humana.
Mary Shelley:
Exacto. Y le adelanto el diagnóstico: Malignidad crónica. Y ni siquiera necesita microscopio para verlo.
El que ausculta palabras, donde no llega el bisturí, va la letra…