En Bolivia, la lucha contra la pobreza parece haberse convertido en un ejercicio de magia contable más que en un esfuerzo real por transformar la vida de millones de ciudadanos. Según el gobierno, la pobreza se redujo en más de un 25 % en los últimos trece años. Si uno se limitara a escuchar los discursos oficiales, debería creer que el país logró un milagro digno de estudio en las universidades más prestigiosas del mundo. Sin embargo, basta con revisar los datos del reciente Censo 2024 para comprobar que este supuesto “milagro” no es más que un artificio estadístico.
El censo revela que apenas tres de cada diez bolivianos viven sin carencias, mientras que el 70 % restante sigue enfrentando distintos niveles de precariedad. Entre ellos, un 40% se encuentra en el umbral de la pobreza, un 26 % en pobreza moderada y un 3,6 % en la indigencia. Estos números desnudan la realidad: la mayoría de los bolivianos no tiene aseguradas condiciones básicas de bienestar, pese al relato oficial de progreso.
Lo que ocurre en Bolivia no es nuevo. Gobiernos de corte populista, en diferentes latitudes, han utilizado indicadores monetarios de corto plazo para maquillar la verdadera situación social. Se toma como parámetro el ingreso por persona o el consumo familiar, y si estos superan una línea mínima de referencia, mágicamente se considera que un hogar ya no es pobre. La trampa es evidente: en un país con más del 80% de informalidad laboral, donde millones de personas sobreviven con ingresos inestables y sin seguridad social, reducir la pobreza a un cálculo de bolsillo es desconocer la complejidad del problema.
El contraste con otras naciones es ilustrativo. Chile, India e Indonesia lograron reducciones drásticas de pobreza gracias a políticas serias: apertura económica, atracción de inversión, estabilidad institucional y programas sociales focalizados en los más necesitados. Allí, la gente salió de la pobreza porque accedió a mejores empleos, educación y servicios básicos de calidad. En Bolivia, en cambio, el discurso triunfalista choca con la evidencia de un país donde solo el 30 % de la población tiene satisfechas sus necesidades básicas.
El llamado “milagro estadístico” boliviano no es un caso aislado. Venezuela también presentó durante años cifras maquilladas mientras su población caía en la miseria más profunda. El socialismo del siglo XXI convirtió la manipulación de estadísticas en un instrumento político: si los números no se ajustan a la narrativa, se ajustan los números. El problema es que la realidad siempre termina imponiéndose, y con ella la decepción de los ciudadanos.
En lugar de inflar datos, Bolivia necesita un debate honesto sobre pobreza multidimensional, empleo formal, productividad y calidad educativa. Sin esos elementos, ningún porcentaje de reducción de pobreza será sostenible ni real. Porque la pobreza no se supera con discursos ni con estadísticas amañadas: se supera con oportunidades, instituciones sólidas y un modelo de desarrollo que premie el esfuerzo y libere el potencial de la gente.
La pobreza no se supera con discursos ni con estadísticas amañadas: se supera con oportunidades, instituciones sólidas y un modelo de desarrollo que premie el esfuerzo y libere el potencial de la gente.