¿Por qué Edman Lara se comporta de esa manera: prepotente, lenguaraz, insultando, amenazando y mostrando rudeza incluso con su propio candidato presidencial, Rodrigo Paz? La respuesta es elemental: porque es policía. Lara actúa como policía, responde al ADN de la Policía boliviana, una institución marcada por la prepotencia, el abuso, la corrupción y el miedo como forma de ejercer control. No es casualidad que tenga la peor reputación entre todas las instituciones del país, pues históricamente ha sido cómplice del poder, del gobierno de turno, utilizada para apalear a la gente, perseguir opositores, proteger a narcotraficantes o incluso involucrarse en delitos como el robo de autos.
Lo llamativo es que Lara no cuestiona esa estructura; al contrario, le seduce. Se estrella contra los mismos adversarios contra los que se enfrentó el MAS y, al mismo tiempo, promete a sus camaradas jubilaciones con el 100% del salario activo.
¿Por qué la sociedad boliviana tolera e incluso celebra a semejantes personajes? Porque todavía persiste una fascinación por el uniforme y los grados: capitán, coronel, general… títulos tratados como si fueran méritos académicos o científicos, cuando en realidad representan poder, represión y privilegios. Basta recordar cómo en Santa Cruz se celebró con algarabía cuando un cruceño alcanzó por primera vez el grado de general de Policía, como si se tratara de un premio Nobel o una medalla olímpica. En Bolivia, la política sigue asociada al garrote, a la fuerza, a la prepotencia y eso conecta con una parte del imaginario popular.
Rodrigo Paz lo entendió y por eso se colgó de Lara e inició la construcción del caudillo. Durante la campaña, el candidato del PDC no pronunciaba dos palabras juntas sin mencionar a su capitán. Sabía que nunca hubiera llegado tan lejos sin un policía populista a su lado, alguien que encarna ese complejo atávico de rendir culto a la autoridad y al uniforme, mientras se desprecia el mérito académico o la capacidad de gestión. En Bolivia todavía parece importar más quién grita más fuerte, quién amenaza con mayor contundencia.
El riesgo es evidente. Bolivia ya eligió antes a un cocalero vinculado al narcotráfico y ahora parece inclinarse hacia un policía que ha demostrado ser de la peor calaña. ¿Qué sigue? ¿Un contrabandista, un aduanero extorsionador, un ladrón de autos o un capo de cartel? Es la consecuencia de una política fallida que, al no resolver los problemas reales, deja espacio para que surjan líderes improvisados, violentos o populistas.
La historia latinoamericana ofrece advertencias claras: en Colombia, Pablo Escobar fue elegido parlamentario y todavía es venerado por los barrios pobres porque les construyó casas, aunque al mismo tiempo destruyó la institucionalidad. En Venezuela, un coronel prepotente llamado Hugo Chávez acabó con la democracia y sumió a su país en la ruina.
Bolivia corre un peligro similar: creer que un “capitán populista” es la solución, cuando en realidad es la antesala de un desastre mayor.
En Bolivia, la política sigue asociada al garrote, a la fuerza, a la prepotencia y eso conecta con una parte del imaginario popular. Rodrigo Paz lo entendió y por eso se colgó de Lara e inició la construcción del caudillo. Durante la campaña, el candidato del PDC no pronunciaba dos palabras juntas sin mencionar a su capitán.