La suerte está echada, estimado ciudadano, ya es tarde si acaso quiere volver atrás.
Más de 2,9 millones de personas eligieron sorpresivamente —al margen de lo expuesto en las encuestas— a los finalistas, y celebran desbordantes de victoria. Por otro lado, más de un millón doscientos mil defraudados comienzan a desacreditarla. Al depositar la papeleta en la urna de cartón, explotó en vivos colores la esencia innata de la democracia: la libertad de elegir. En el mismo momento surgió una abrumadora responsabilidad: es necesario votar otra vez. Los números dictaron sentencia: habrá balotaje; una situación conocida a través de la particular historia de algunos, y nueva experiencia para otros. El desenlace final quedó diferido para el 19 de octubre.
Durante ese tiempo, el combate estará concentrado entre dos agrupaciones políticas. Los medios de comunicación y las redes sociales hablarán de ellos, y de sus probables aliados, hasta el cansancio. La fuerza que defina el triunfo está en la construcción de alianzas que les permita captar cientos de miles de votos. Correrán ofertas en reuniones secretas, actuarán intermediarios para conseguir adhesiones: “¡te doy esto por aquello!”. Ladina habilidad para obtener alícuotas en instituciones, empresas públicas, ministerios, gobernaciones y alcaldías. Parece que, en ese afán, los pretendientes están dispuestos a aliarse con cualquiera que les respalde para llegar a la presidencia. Pues, ¿de qué otro modo los empresarios podrían recuperar millones de dólares invertidos en campañas? No hay cuentos ni argumentos: ¿después de la “gastadera” vendrá la “robadera”?
Se insultaron en debates, ahora serán buenos hermanos; se desprestigiaron y derramarán elogios mutuos para concretar pactos políticos. A pesar de los resultados, su liderazgo es puro ornamento para persuadir con medias verdades.
Los alumbrados optimistas, que ahora forman parte de las mayorías, están seguros de que vienen días mejores. Afirman que ya nada puede ser peor frente al reciente pasado. Al leer las ofertas de los bandos implicados, los argumentos son parecidos: promesas ambiguas en algunos casos; exageradamente audaces, aunque vitales en su impacto, como gancho emocional ante la desesperación de los ciudadanos. ¿Volverán las encuestas cuestionadas? La muestra estadística es como un hilo fino que intenta conectar, sin sospechas, la intención de voto de 7,9 millones de bolivianos.
Por su parte, los candidatos seguirán proponiendo desmesuradas simplezas para resolver agobiantes problemas. A pesar del tiempo que falta, se advierte el acecho de los merodeadores de la burocracia que quieren “servir a la patria”: con nosotros se acabará la corrupción, se “autorecomiendan” para ser nominados. Entretanto, en otras regiones del país se acentúa la confabulación: la meta es tumbar al nuevo gobierno.
De no ser así, producirá grata sorpresa percibir señales de instaurar inéditos tiempos; serán signos loables en ese incesante propósito de inducir reformas en el estilo de cambio, para superar la crisis que motiva la angustia de los bolivianos.