Parece increíble que Bolivia haya llegado a este 17 de agosto de 2025, un evento electoral que, lejos de haber sido una concesión del poder, fue el resultado de la presión ciudadana para recuperar un derecho fundamental: elegir libremente a sus próximos gobernantes.
Más allá del nombre del ganador y el desenlace que tendrá la contienda de este domingo, hay que celebrar que Bolivia parece haberse librado de la peor amenaza que nos mantuvo angustiados durante los últimos 20 años: la instauración de una dictadura que se había propuesto quedarse para siempre.
No es la primera vez que los bolivianos cantamos victoria en esta larga lucha. Ojalá que esta sea la definitiva. En 2016, parecía imposible que Evo Morales —el presidente con mayor concentración de poder en la historia del país— pudiera ser derrotado en las urnas. Contaba con cuantiosos recursos económicos, un aparato estatal a su servicio, respaldo internacional y un sistema de propaganda sin precedentes. Sin embargo, el referéndum del 21 de febrero lo frenó. El “No” marcó un límite… aunque no fue definitivo.
En 2019, la movilización ciudadana volvió a desafiar lo que parecía inevitable. Las denuncias de fraude electoral encendieron una protesta masiva que derivó en su renuncia. Muchos pensaron que se cerraba un ciclo, pero la transición política, la pandemia y las elecciones de 2020 devolvieron el poder al mismo proyecto, con un nuevo rostro y viejas prácticas. Fueron cinco años marcados por la corrupción, la crisis, el debilitamiento institucional y la expansión del narcotráfico.
Este 2025, el oficialismo intentó prolongar su control mediante una estrategia conocida: maniobras judiciales, prórrogas inconstitucionales, un Tribunal Constitucional sin legitimidad y un órgano electoral, sin autoridad. Sin embargo, la resistencia social, organizada y persistente, logró sostener la fecha.
El contexto es distinto. El respaldo popular al MAS prácticamente ha desaparecido. El modelo político que buscó consolidarse como una versión local del socialismo autoritario latinoamericano enfrenta un rechazo contundente.
Las elecciones de este 17 de agosto representan la posibilidad de abrir un nuevo ciclo político, con el reto de encaminar una transición real y de evitar que la inercia de la crisis impida cualquier reforma profunda. La experiencia de las dos últimas décadas deja lecciones claras: las victorias democráticas pueden ser efímeras si no se traducen en cambios estructurales.
Lo que venga será determinante. La recomposición institucional, la independencia del sistema judicial, la lucha contra las redes de corrupción y el restablecimiento de la estabilidad económica no se lograrán de inmediato. Tampoco estarán exentos de intentos de sabotaje. Pero este 17 de agosto ha marcado un punto de inflexión: es la evidencia de que la presión ciudadana, sostenida en el tiempo, puede doblegar incluso a un aparato estatal diseñado para perpetuarse.
Parece increíble que hayamos llegado aquí. Más increíble será que, dentro de unos años, podamos mirar atrás y decir que este día no solo abrió las urnas, sino que abrió un nuevo capítulo para Bolivia.