Editorial

En qué pensábamos hace 20 años

Somos lo que pensamos y en Bolivia hemos vivido demasiados años atrapados en un relato cómodo, pero falso. Un relato que, durante décadas, nos convenció de que...

Editorial | | 2025-08-17 00:37:30

Somos lo que pensamos y en Bolivia hemos vivido demasiados años atrapados en un relato cómodo, pero falso. Un relato que, durante décadas, nos convenció de que ser de izquierda era sinónimo de estar del lado correcto de la historia, que el Estado debía ser grande, dador y omnipresente; que debía regalarnos tierras, obras y subsidios; que nacionalizar era siempre una victoria; que la inversión extranjera era un robo disfrazado; que el imperialismo era el origen de nuestra pobreza. Creímos todo eso, lo repetimos y lo defendimos. Es hora de reconocer que ese relato nos ha llevado a una de las peores crisis que haya vivido el país.

Hace 20 años se aplaudía a quien exigía que el Estado lo hiciera todo. Era un consenso transversal: más Estado, más obras, más inversión. Pensábamos que así alcanzaríamos el desarrollo. Sin embargo, el resultado ha sido un aparato estatal más grande, más caro y más ineficiente, incapaz de generar riqueza real y con un apetito insaciable por los recursos ajenos.

Nos aferramos a la idea de que nuestras desgracias eran culpa de “los gringos” o “las multinacionales” que nos saqueaban. Éramos pobres porque el “imperio” nos bloqueaba y que bastaba con romper lazos para liberarnos. Lo hicimos. Rompimos. Nos aislamos. Y lo único que conseguimos fue ser más pobres, más dependientes y más frágiles. El imperio no nos cerró las puertas; fueron nuestros propios gobernantes —muchos de ellos indígenas y originarios a quienes idealizamos como “la reserva moral”— quienes destruyeron la economía, saquearon las arcas y capturaron las instituciones.

La idealización del indígena y del campesino como símbolo de pureza moral resultó ser otro autoengaño. El poder y el dinero no distinguen color de piel ni origen étnico; corrompen igual. Y cuando se concentran en manos de un solo grupo, sin controles ni contrapesos, el resultado es siempre el mismo: abuso, despilfarro y represión.

Rechazamos la inversión extranjera como si fuera un pecado y abrazamos el nacionalismo económico como dogma. El resultado: capitales que se fueron, industrias que nunca llegaron y oportunidades que dejamos escapar. Demonizamos a presidentes que implementaron reformas que generaron estabilidad y crecimiento. Despreciamos la democracia pactada y ahora sufrimos las consecuencias de una democracia capturada por un solo individuo que no dialoga, no negocia y gobierna para perpetuarse.

Hoy la pregunta que debemos hacernos no es qué candidato nos gusta más, sino si estamos dispuestos a pensar distinto. Mientras sigamos creyendo en los mismos mitos, los gobiernos seguirán siendo los mismos, aunque cambien los rostros. No se trata solo de cambiar de presidente; se trata de cambiar de mentalidad.

Pensar distinto significa aceptar que el Estado debe ser eficiente, no omnipresente; que la inversión privada es indispensable y altamente positiva; que el mundo no nos debe nada; que la pobreza no se resuelve con subsidios eternos sino con trabajo productivo; que el poder debe estar siempre limitado por instituciones fuertes y por ciudadanos críticos; que ningún grupo social es moralmente superior por nacimiento; que el desarrollo se construye con apertura, reglas claras y responsabilidad fiscal.

La verdadera revolución que necesita Bolivia no está en las calles ni en los decretos, está en nuestras cabezas. Si cambiamos la manera de pensar, cambiaremos la manera de elegir. Y si cambiamos la manera de elegir, cambiaremos, por fin, el rumbo del país.