En política muchos creen que los extremos son peligrosos y que el centro representa la sensatez, la mesura y la virtud. Esa ilusión suele tomar la forma de la socialdemocracia, presentada como una vía moderada entre el socialismo y el liberalismo. La historia reciente demuestra que no es más que el mismo veneno socialista administrado en dosis más pequeñas, que destruye con lentitud, pero con la misma eficacia. El deterioro de Europa en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial es una prueba irrefutable: un continente que lideró el mundo durante milenios —desde la Grecia clásica y Roma hasta el Renacimiento y la Revolución Industrial— hoy se encuentra atrapado en una decadencia autoinfligida.
La socialdemocracia ha sido la tendencia dominante en Europa y se lo ha propuesto como el modelo a seguir bajo el seductor concepto de “Estado de bienestar”. La Internacional Socialista, eufórica tras la caída del comunismo, creyó que su “nueva izquierda” marcaría el rumbo del futuro.
La socialdemocracia se considera una gestora eficiente del capitalismo, una suerte de árbitro del libre mercado, pero en los hechos no es más que corporativismo que beneficia a los amigos del poder, frena la iniciativa y genera conformismo en la población.
Lejos de ser un contrapeso al socialismo radical, la socialdemocracia ha actuado como su caballo de Troya. Ha mantenido la filosofía intervencionista, el Estado sobredimensionado y la dependencia ciudadana. El “Estado de bienestar” europeo se ha convertido en un monstruo insostenible: envejecimiento poblacional, carga fiscal asfixiante, estancamiento productivo y migraciones mal gestionadas que los mismos gobiernos no saben —o no quieren— afrontar.
El extremo opuesto al socialismo no es otro extremo ideológico, sino el capitalismo entendido como herramienta, no como dogma: un sistema que, mediante el libre mercado, ha sacado a miles de millones de la pobreza. Incluso China, sin renunciar al control político, abrazó la apertura económica y el comercio global para transformarse en una potencia. La socialdemocracia ha preferido perpetuar la ilusión de que se puede repartir riqueza sin generarla, hipotecando el futuro para comprar paz social inmediata.
Europa paga ahora el precio de esta falsa moderación. El continente que una vez impuso estándares de civilización y progreso está atrapado en una espiral de deuda, fragmentación social y pérdida de competitividad global. La socialdemocracia no ha frenado los excesos del socialismo; los ha administrado lentamente, haciendo que el deterioro sea menos abrupto, pero igual de letal.
El problema no es que la socialdemocracia haya “traicionado” al socialismo, sino que nunca rompió con sus principios fundamentales: intervención permanente, gasto desmedido y paternalismo estatal. El resultado es un sistema que asfixia la iniciativa privada, desincentiva la responsabilidad individual y premia la dependencia.
Los países no mueren solo por revoluciones radicales; también lo hacen por administraciones tibias que, con la excusa de evitar los extremos, perpetúan el veneno en dosis suaves. La socialdemocracia no es el antídoto al socialismo: es su disfraz más eficaz.