Pero el Señor le replicó [a Caín]: «¿Qué has hecho? ¡Escucha! La sangre de tu hermano grita hacia mí desde el suelo».
(Génesis 4,10)
“Librecambista”. Así se identificaba Sofía Quiroz, asesinada por los disparos de dos asaltantes en el mercado Mutualista el miércoles 23 de julio de 2025. Librecambista no es más que un oficio. Irónicamente, su nombre significa “Sabiduría”, pero muere a causa de una insensata maldad.
Ella fue una persona humana, mujer, mamá, compañera de vida e hija de Dios. Única, preciosa, irrepetible, amada, querida y entregada.
Para los asesinos, quienes incluso se habían preparado con chalecos antibalas, ella no era más que un depósito de dinero, una caja anónima, un botín esperando a quienes fueron lo suficientemente atrevidos como para dispararle a quemarropa.
Aunque sean aprehendidos, juzgados y encarcelados con la máxima pena permitida por la ley, ¿qué justicia puede ofrecerse a Sofía y a su hija de seis años, dejada en la orfandad, y a todas las demás vidas marcadas por esta crueldad psicópata?
Su sangre, su alma, su tumba, su familia y nosotros clamamos al Cielo y a la Tierra para que se haga justicia, como la sangre de Abel derramada por Caín en los inicios de la creación. Pero la justicia no puede devolver jamás el precioso don de la vida. Por eso, Dios llama a la reflexión: «¿Qué has hecho?»
Justicia no es “Ojo por ojo, diente por diente, vida por vida” (Éx 21,24; Lv 24,20). Eso es castigo. Una sentencia de 30 años de cárcel tampoco es justicia. Tal vez ofrece algo de protección, pero no da verdadera justicia.
Justicia es reparar el daño ocasionado.
Para hacer justicia, los autores de este feminicidio tendrían que devolverle la vida a Sofía y devolverle a la niña a su mamá sana y alegre; tendrían que restaurar la tranquilidad del mercado Mutualista y devolverle la serenidad a la sociedad cruceña y boliviana.
Obviamente, todo esto es imposible. En vez de la sabiduría acumulada de Sofía en sus 43 años, nos quedamos con la estupidez y torpeza de estos homicidas.
Hay otro mal casi imposible de reparar: el daño que han hecho a su propia alma. Aquello que Dios creó para reflejar su propia imagen y semejanza lo han desfigurado y distorsionado. Se han contado a sí mismos un sinfín de mentiras para justificar lo que no tiene justificación alguna. Esos pensamientos malvados endurecen sus corazones patéticos. Es la satanización del propio ser. Ahora y para siempre, han robado la vida de otro ser humano y son, eternamente, asesinos.
¿Cómo llegaron a ser así? ¿Qué educación recibieron en su familia? ¿Conocían a Dios? ¿Saben acercarse a Jesucristo? ¿Sienten que María Santísima es su Madre? ¿O fueron también abusados y maltratados? ¿Por qué se hicieron maleantes? ¿Homicidas? ¿Enemigos de la humanidad? ¡Gollum!
Como a los pederastas y violadores, jamás podremos confiar en ellos como miembros de la comunidad humana. Debemos ponerlos en una jaula, no por justicia, sino por protección. Porque no hay garantía de que no repitan la misma maldad.
Allí, en los llamados “centros de rehabilitación” (muchas veces “institutos superiores de delincuencia mayor”), se les deben asignar tareas auténticas de rehabilitación. En primer lugar, deben responder durante el resto de su vida a esa pregunta que les hace Dios: «¿Qué has hecho?». Para eso, su celda debería ser como un museo del crimen cometido, del holocausto consumado, para que jamás puedan negar la verdad de los hechos ni la maldad de sus actos.
Segundo: en un caso como el de Sofía, deberían explicar anualmente, por escrito o en video, a la niña dejada en la orfandad, lo que hicieron y por qué, pidiéndole perdón.
Tercero: deberían realizar, en lo posible, un trabajo productivo dentro del centro penitenciario, canalizando sus ganancias para compensar a las víctimas de su crimen, y si estas no las aceptan, a un fondo de educación y prevención de la violencia o similar. Y, por supuesto, no deben mezclarse con presos políticos u otros encarcelados por delitos no violentos (que ni siquiera deberían estar privados de libertad).
«¿Qué has hecho? ¡Escucha! La sangre de tu hermano grita hacia mí desde el suelo».
Esta pregunta también la hace Dios a quienes toman la decisión de cometer actos de terrorismo y guerra. Quienes matan en nombre de Dios no hacen más que tomar su Santo Nombre en vano, pecando contra el Segundo Mandamiento. La sangre derramada por la invasión de Ucrania y el genocidio en Gaza también clama al cielo. Y quienes intentan justificar estos hechos de violencia calificando a sus enemigos como inhumanos están destruyendo su propia alma, postrándose, sin darse cuenta, no ante Dios, Autor de la Vida, sino ante Satanás, el dragón y tragón, que engaña fácilmente a los que confunden venganza con justicia.
Intentó engañar también a Jesucristo, pero no pudo, ni en el desierto, ni siquiera en la cruz. Ahora, Él es el Juez de vivos y muertos.
Dios te bendiga.