Bolivia la tierra ha sido elevada a un pedestal mítico, sostenido por el discurso socialista como si se tratara de una panacea de justicia y progreso. Pero esa narrativa es falsa, perversa y funcional a intereses políticos que nada tienen que ver con la producción ni con la justicia. Quienes invaden tierras —armados, violentos y amparados por una institucionalidad secuestrada— no lo hacen para trabajarla, producir y saciar el hambre, sino para traficarla, apropiarse de lo ajeno y mantener viva una lógica de chantaje y extorsión que se disfraza de “lucha por el acceso a la tierra”.
La verdad es que la tierra ya no es, ni debe ser, un símbolo romántico del campesino pobre labrando su destino con las manos. Hoy, la agricultura es una ciencia. La ganadería, una industria de alta precisión. Drones, satélites, biotecnología, inteligencia artificial y sistemas de información geográfica hacen parte de una revolución silenciosa que multiplica la producción de alimentos. Desde 1980 hasta 2025, el índice de abundancia en el mundo ha crecido un 600% y no ha sido gracias a las reformas agrarias socialistas. En el mismo periodo, la población global aumentó un 80 por ciento, lo que derriba todas las teorías alarmistas en boga y confirma que el capitalismo y la tecnología han hecho más por el hambre que todas las cantaletas populistas juntas.
El campesinado huye del campo. Y no lo hace por ignorancia o por traición a sus raíces, sino porque en las ciudades hay servicios, hay salud, hay educación y hay oportunidades. El campo es un castigo cuando se lo enfrenta sin apoyo, sin ciencia, sin inversión, sin condiciones. Lo que el socialismo llama “redistribución” de la tierra no es más que un intento de recrear un sistema medieval, donde el campesino es siervo del Estado, útil solo en tanto sea obediente y manipulable. El “reformismo agrario” del siglo XXI busca mantener a miles de familias aisladas, pobres y dependientes del gobierno.
El gran logro del capitalismo fue arrebatarle los siervos al feudalismo. El socialismo, en cambio, intenta devolverlos. En nombre de la justicia social, lo que busca es un campesino pobre, sumiso, sometido, sin propiedad real ni herramientas para desarrollarse. Por eso se oponen a la biotecnología, al uso de semillas mejoradas, al acceso a nuevas tecnologías. No quieren eficiencia ni abundancia: quieren control. El hambre, para ellos, es un instrumento de poder.
La consigna “la tierra para quien la trabaja” se ha convertido en un dogma vacío. La tierra debe estar en manos de quien la sabe trabajar. Solo así será productiva. Solo así servirá para alimentar a millones. Solo así podrá cumplir los estándares que exige un mundo cada vez más regulado y exigente. Insistir en repartirla entre quienes no tienen capacidad técnica, ni interés en trabajarla, es un crimen contra la productividad y una burla a los verdaderos productores.
Bolivia necesita repensar su modelo de desarrollo rural, dejar atrás los mitos, desmontar las farsas ideológicas y reconocer que el futuro del agro está en la tecnología, en el conocimiento, en la inversión privada y en la libertad de producción.
Defender la tierra no es entregarla al que la toma por la fuerza, sino garantizar que esté en manos de quienes pueden convertirla en alimento, en bienestar, en seguridad para todos. Lo demás es mito. Y de los mitos no se come.