«El sembrador salió a sembrar su semilla. Al sembrar, una parte de la semilla cayó al borde del camino, donde fue pisoteada y se la comieron los pájaros del cielo. Otra parte cayó sobre las piedras y, al brotar, se secó por falta de humedad. Otra cayó entre las espinas, y estas, brotando al mismo tiempo, la ahogaron. Otra parte cayó en tierra fértil, brotó y produjo fruto al ciento por uno» (Lc 8,5-8; y similar en Mc 4,4-8 y Mt 13,3-8).
Me crié en una finca lechera en Wisconsin, donde sembrábamos avena, maíz y pasto para alimentar a las holandesas. Así que ese sembrador siempre me pareció un poco tonto desde un punto de vista productivo. Jamás echamos la semilla de una manera tan descuidada. Hacíamos todo lo posible para lograr la máxima producción.
En la primavera pasábamos el arado, el disco y la draga antes de sembrar el maíz. Al año siguiente, ese chaco era preparado de la misma manera, y sembrábamos simultáneamente avena —que brotaba inmediatamente— y una mezcla de pastos que recién crecían un año después. Estos los cosechábamos durante varios años antes de repetir el ciclo. En la primavera, cuando la avena y el maíz empezaban a surgir, toda la familia salíamos a quitar las piedras, porque siempre aparecían, y habrían fregado las cosechadoras.
Nuestro tractor era un pequeño Massey Ferguson de 35 caballos, modelo 58; el arado tenía solo dos cuchillas. La finca era de 160 acres (65 hectáreas); dos tercios eran pasturas y bosques. Típicamente ordeñábamos 25 vacas dos veces por día, aunque en una época llegamos a 36, con una producción diaria de 20 latas de 10 galones cada una (38 litros), que llevábamos a una cooperativa y fábrica de queso.
Una famosa foto de nuestra comunidad (St. Mary’s Ridge) representaba al estado de Wisconsin en una serie llamada “América la Bella” y mostraba nuestra iglesia y, por detrás, nuestro estilo de agricultura: con la tierra en manos de las familias, la conservación de los suelos para evitar la erosión y nuestra Iglesia católica rural. Al verse amenazado este estilo de vida frente a la agroindustria, los obispos de la parte central de los EE.UU. publicaron una carta pastoral en 1980 con algunos principios sobre el uso de la tierra, desarrollando cada uno con ejemplos bíblicos y argumentos éticos. Siguen vigentes y merecen ser profundizados:
1. La tierra es de Dios.
2. Nosotros somos custodios de la tierra, no sus dueños.
3. La tierra debe beneficiar a todos.
4. La tierra debe ser distribuida de manera equitativa.
5. La tierra debe ser conservada y restaurada.
6. El uso de la tierra debe prever el impacto social y ecológico.
7. El uso de la tierra debe ser apropiado a su calidad y naturaleza.
8. Al trabajar la tierra, los agricultores merecen ganarse una vida digna.
9. Quienes trabajan deben tener la posibilidad de llegar a ser propietarios.
10. Hay que compartir la riqueza mineral de la tierra.
No es ningún secreto que la Diócesis de San Ignacio, con sus parroquias, se financia en parte a través de la agroindustria, con grandes estancias ganaderas y miles de cabezas de ganado de raza Nelore. En los últimos años he aprendido mucho sobre el rubro. Estamos empeñados en todo momento en mejorar la calidad genética del ganado, nuestros potreros y pasturas.
No es difícil comprender las grandes ventajas que provee trabajar a escala. Cuando en 2019 se nos quemó por completo una propiedad, pudimos mover el ganado a otra y sobrevivir mientras tanto con las demás. Si un tractor está fregado, con otro seguimos trabajando mientras lo arreglamos. No me gusta la necesidad de agroquímicos para mantener nuestras pasturas (su uso es mucho mayor en la soya), y estamos experimentando con formas biológicas contra ciertas plagas. He tomado contacto con el World Wildlife Foundation (WWF) para ver cómo podemos convivir con los jaguares. Me encanta visitar nuestras estancias, no solo para ver el ganado, sino por la flora y fauna que albergan. Pienso que, en vez de multarnos por incendios, deberían proveer carros bomberos y ayuda para el desarrollo sustentable.
Por cierto, este sistema es posible también para cooperativas y comunidades que trabajan de manera colectiva, pero lo que necesitan los campesinos es conocimiento, organización y disciplina para que sus esfuerzos no se vayan al tacho. En épocas pasadas, la Diócesis de San Ignacio y los Vicariatos Apostólicos habían prestado ganado a las comunidades indígenas para darles un inicio en estancias colectivas; después de unos años devolvían el mismo ganado para prestarlo a otra comunidad. Que yo sepa, los gobiernos —sea cual sea su ideología política— nunca han dado este tipo de apoyo.
No hay nada malo en cuestionar el modelo productivo cruceño, como tampoco el modelo socio-productivo comunitario, que de hecho no es ningún invento del MAS. Nace como propuesta educativa del Instituto Secular Cruzada Evangélica para su colegio de convenio en Sucre, el Centro de Formación Integral Rural VERA. En otras palabras, es una obra de la Iglesia Católica. Y ofrece esperanza a muchos campesinos que jamás podrán acceder a miles de hectáreas para la agroindustria.
Es probable que necesitemos varios modelos para promover un futuro próspero para Bolivia. De la misma manera que un monocultivo, tarde o temprano, crea las condiciones para una plaga terrible, un solo modelo económico se convierte en una dictadura monótona, abusiva, estéril y espinosa como aquellos potreros abandonados por ganaderos ausentes, llenos de montículos de turiros.
Cuando veo multiplicarse los silos para la soya alrededor de San Ignacio, y en época seca no veo ni respiro más que humo, mientras nuestros bosques son quemados —obra de interculturales, de originarios, de menonitas, de ganaderos y de soyeros por igual—, estos modelos destructivos no me parecen tan gloriosos como los jaguares que antes andaban por aquí, parte de aquel modelo productivo que era la jungla inventada por Dios sin interferencia humana.
Lo que sabemos es que el actual modelo del centralismo ineficiente y cleptocrático es como aquella parte de la parábola del sembrador donde la semilla cayó en todo menos en buen suelo, porque de entrada rechaza la Palabra del Dios, quien dijo: «Que la tierra produzca vegetales, hierbas que den semilla y árboles frutales, que den sobre la tierra frutos de su misma especie con su semilla adentro». Y así sucedió. La tierra hizo brotar vegetales, hierbas que dan semilla según su especie y árboles que dan frutos de su misma especie con su semilla adentro. Y Dios vio que esto era bueno (Gn 1,11-12). (Pues antes de que los pueblos andinos hicieran culto a la Pachamama, los descendientes de Abraham se dieron cuenta de que la Madre Tierra no es un dios, sino su obra: creación de un Dios mucho más extraordinario de lo que pudieran imaginar).
Lo increíble de la parábola del sembrador es que, cuando hay buen suelo, no le queda otra posibilidad que producir. En su parábola, Jesús habla de un rendimiento milagroso: ¡cien por uno! Es el mismo consejo de buscar primero el Reino de Dios y su justicia; luego las demás bendiciones vienen por añadidura (ver Mt 6,33). ¿Por qué no nos damos cuenta de que el Señor nos enseña un modelo productivo que nos asegura el pan de cada día y toda la prosperidad que anhelamos?
Dios te bendiga.