En Bolivia se respira un aire de entusiasmo electoral que no veíamos desde hace mucho tiempo. Las encuestas, los movimientos ciudadanos, las iniciativas de observación electoral, la posibilidad cierta de que el MAS pierda el poder: todo parece indicar que estamos ante un momento decisivo. Sin embargo, es indispensable moderar ese entusiasmo con una dosis de realismo, porque el país arrastra 20 años de deterioro institucional, autoritarismo y corrupción estructural que no se desmontan con una elección.
La aparente “normalidad” que rodea al proceso electoral es, en sí misma, una novedad. Por primera vez en dos décadas, el Tribunal Supremo Electoral parece intentar hacer bien su trabajo, y eso, paradójicamente, genera obstáculos: es el costo de querer aplicar reglas en un sistema que se ha acostumbrado al desorden. La anomia ha sido la norma y revertir ese patrón no será tarea de una sola jornada democrática. Aun así, hay razones para entusiasmarse: si el 17 de agosto se realiza una elección relativamente limpia, será un paso importante, aunque no definitivo.
Pero no debemos engañarnos, el MAS no desaparecerá tras perder unas elecciones. Ha construido un aparato clientelar, sindical, comunicacional y burocrático que seguirá operando como un factor de poder paralelo. Su capacidad de movilización está intacta y su instinto de sabotaje también. Evo Morales ya ha anunciado su intención de boicotear el proceso y no se puede descartar que intente incendiar el país si no se ve favorecido. Por eso, el verdadero triunfo democrático no será la victoria de un candidato, sino el sostenimiento del orden constitucional frente a la amenaza del caos.
El exceso de expectativas también se refleja en la ilusión de que el país mejorará de inmediato. Algunos candidatos prometen dólares, combustible y crecimiento económico en 100 días. Esas promesas alimentan un espejismo peligroso. La economía está colapsada, el modelo de subsidios es insostenible, las empresas estatales son un lastre y la deuda externa ahoga al Estado. Reconstruir la economía requerirá al menos tres años de trabajo serio, sacrificios ciudadanos y reformas profundas. No hay plata mágica y ningún organismo internacional va a abrir los grifos si no se percibe un cambio de rumbo real.
Bolivia necesita un nuevo pacto con la sociedad: un acuerdo que desmonte el elefantiásico aparato estatal, que libere las fuerzas productivas, que permita trabajar sin trabas, que frene el intervencionismo. Si el próximo gobierno repite las recetas del pasado —más burocracia, más control, más ideología y menos libertad—, no habrá inversión ni reactivación posible. La economía necesita menos Estado, no más. Y eso requiere coraje político.
El verdadero reto no está solo en ganar las elecciones, sino en gobernar bien después de ganarlas. Gobernar sin miedo, con visión de largo plazo, desmontando privilegios, enfrentando a las mafias sindicales, poniendo orden en la casa. La paz social será clave, pero también lo será la claridad en los objetivos: sin rumbo, sin liderazgo, sin reformas, no habrá futuro.
La ciudadanía quiere un cambio. Eso es claro. Pero ese cambio no será mágico ni automático. Derrotar al MAS es una condición necesaria, pero no suficiente. Lo que sigue será más difícil: reconstruir una nación devastada por el populismo, el autoritarismo y la corrupción. Grandes expectativas, sí, pero sin perder de vista la cruda realidad.