Cuando Evo Morales afirma que si la derecha gana “a ver si aguanta”, no solo deja caer una amenaza, sino una confesión involuntaria. Lo que admitió es que el Estado boliviano, tal como está diseñado, es imposible de aguantar. No funciona. Es un aparato saturado de funciones, deformado para centralizarlo todo, manipulado para repartir prebendas y capturado por mafias disfrazadas de movimientos sociales. Ningún gobierno —ni de izquierda, ni de derecha— es capaz de sostenerse si no se atreve a cambiarlo de raíz.
Durante los años del MAS, se consolidó este modelo de Estado que al mismo tiempo es empresario, juez, patrón, benefactor, comerciante y hasta moralizador. Se creyó que el Estado podía sustituir al mercado, a la sociedad civil y al individuo. El fracaso ha sido estrepitoso. En lugar de garantizar derechos, se multiplicaron las dádivas. En lugar de empoderar al ciudadano, se le volvió súbdito.
El MAS no solo heredó un Estado disfuncional, lo multiplicó. Hizo del empleo público un botín, de las empresas estatales una caja chica, del territorio una red de feudos delincuenciales, y del “poder popular” una herramienta de chantaje. Así nacieron las movilizaciones permanentes, las amenazas a empresarios y autoridades, los cercos a las ciudades y las extorsiones con bloqueos. Lo que Morales llama “defender Bolivia” es defender este sistema perverso que lo necesita en la cima para seguir funcionando. El problema, sin embargo, no es sólo Morales. Es el Estado que lo sostiene.
Ahora es momento de dejar atrás al Estado aguantador, que pretende resolverlo todo y termina colapsando por su propio peso. El Estado debe recuperar su función esencial, no puede seguir siendo dueño de empresas deficitarias, controlador de mercados, administrador de subsidios indiscriminados ni repartidor de empleos públicos sin mérito. Un Estado que hace todo termina sin hacer nada bien.
El rediseño comienza también por la descentralización real. No es posible que un país tan diverso y complejo como Bolivia siga dependiendo de las decisiones de un puñado de burócratas en La Paz. Las regiones deben tener el poder de gestionar sus recursos, definir sus prioridades y responder directamente a sus ciudadanos. El poder concentrado favorece el abuso y la corrupción. El poder distribuido fortalece la libertad.
Pero más allá de lo administrativo y lo económico, el cambio más urgente es cultural. Hay que desmontar el chip de la dependencia estatal. Dejar de pensar que el gobierno tiene que resolverlo todo. Volver a confiar en el individuo, en su esfuerzo, su talento, su iniciativa. Solo una ciudadanía libre, responsable y activa puede construir una economía sólida y una democracia duradera. El Estado debe proteger esa libertad, no reemplazarla.
El Estado aguantador ha fracasado. Ha creado una ciudadanía dependiente, una economía débil y una política adicta al chantaje. Es tiempo de construir un Estado liberador. Uno que respete al individuo, que estimule el emprendimiento, que castigue la corrupción y que sepa desaparecer cuando estorba.