Bolivia acaba de darse un lujo que pocos países pueden permitirse: decirle no a Starlink. Mientras el mundo avanza hacia la conectividad global, nuestro país prefiere seguir navegando —cuando se puede— con uno de los servicios de internet más lentos y caros de Sudamérica. La noticia ha llegado nada menos que al New York Times, que expone nuestro extraño orgullo de ser “soberanamente atrasados”. Aquí, donde más de la mitad del país no tiene banda ancha y en el campo se suben a árboles para captar señal, hemos rechazado el internet rápido y asequible que ya conecta hasta a comunidades indígenas en la Amazonía. ¿El argumento? Defensa de la soberanía y protección de un vetusto satélite chino que quedará obsoleto en 2028. Mientras tanto, maestros viajan seis horas para subir videos educativos y hospitales rurales siguen sin conexión. Desconfiar del poder corporativo de Musk es válido, pero privar a millones de bolivianos de acceso a la educación, la información y el desarrollo es una torpeza imperdonable. El mundo ya se ha enterado: en Bolivia tenemos el lujo de ser como queramos. Incluso si eso significa quedarnos fuera del siglo XXI.