La política boliviana no es un reality show donde basta con salir en la televisión para ganar votos. Muchos creen que un puñado de tuits ingeniosos, unos cuantos tiktoks y ruedas de prensa son preámbulo suficiente para pararse en el pleno. Pero, al igual que en una empresa —donde nadie asciende a la gerencia general sin haber cumplido metas reales y liderado equipos—, en el ámbito público tampoco funciona así. Quien aspire a un cargo de alta responsabilidad debe haber demostrado su valía gestionando problemas concretos, negociando con actores disímiles y aprendiendo de cada tropiezo. Quien no ha recorrido ese tramo del camino (público o privado), difícilmente sabrá cómo evitar los baches políticos.
La fantasía de que un gobernante debe ser
un erudito absoluto o un “sabelotodo” que posea todas las respuestas equivale a
creer en un superhéroe capaz de resolverlo todo en solitario (peor aún, suponer
que no se va a equivocar). Ningún ejecutivo ni legislador puede dominar cada
área técnica. Por eso, lo sensato es que se rodeen de equipos multidisciplinarios
especializados, que aporten rigor y conocimientos específicos.
Quien aspire a un alto cargo público debe
asumir con dignidad la responsabilidad de convocar a todos los sectores,
cultivando la capacidad de escucha y anticipando las necesidades ciudadanas.
Ser servidor público no es un cargo de vanidad, sino una vocación de servicio:
exige humildad para rodearse de expertos, sensibilidad para dialogar con quien
piensa distinto, fortaleza para resistir presiones y capacidad para construir
en un país donde los discursos de odio han primado durante muchos años.
Por eso, reconozco a Juan Pablo Velasco,
hoy candidato a vicepresidente del país, quien decidió dar ese salto que muchos
eluden: renunciar a la “relativa comodidad” del sector privado para exponerse a
la crítica diaria, enfrentar memes y rendir cuentas ante una ciudadanía que no
perdona descuidos. Reconozco también a los jóvenes profesionales que, como él,
abandonan su zona de confort para intentar transformar lo público. No es una
elección sencilla: demanda abandonar la seguridad de un sueldo fijo y enfrentar
la mirada de quienes confunden inexperiencia con falta de capacidad. Su
disposición a aprender y participar en el fragor de la política debe
considerarse un paso valiente.
En este contexto, muchos jóvenes —e
incluso egresados brillantes— se topan con el famoso “requisito de experiencia
de tres años” para un cargo júnior en el mercado laboral. ¿Cómo adquieren esa
experiencia si nadie les brinda la oportunidad? Ese círculo vicioso excluye a
profesionales capaces. Extrapolemos ese caso a la política: esta idea perpetúa
el hecho de que solo el “fichaje” político, respaldado por un padrino con
recursos o poder, tiene la posibilidad de elegir quién será candidato. Sin un
impulso institucional que valore el talento y la formación, las posibilidades
se reducen a buscar dinero para pagar un escaño o esperar que, por filiación,
su nombre aparezca en la papeleta.
Si más de los mejores se dedicaran a lo
público, el Estado podría volverse más pequeño y más eficiente. Con menos
operadores políticos y más especialistas verdaderos, las instituciones
responderían a objetivos claros, en lugar de a intereses particulares. Un
técnico en salud pública diseñaría políticas sanitarias basadas en evidencia,
no en cuotas electorales. Un experto en transporte planificaría rutas y
sistemas con criterios de viabilidad, no de encuestas. El resultado sería un
aparato estatal ágil, capaz de servir a la ciudadanía en lugar de servir a los
políticos.
La democracia boliviana requiere liderazgos con conciencia histórica, pero también con la audacia de proponer reformas valientes. Necesitamos que el talento no se quede relegado, que la política deje de ser el botín de quienes invierten más. Si aspiramos a una Asamblea Legislativa que legisle de verdad, hay que apoyar a quienes han demostrado capacidad en sus ámbitos. Ceder espacio a la renovación no es deslealtad: es garantía para que el Estado funcione. Porque si la política no se hace, se padece. Y con esa consigna, invito a cada profesional y ciudadano a no permanecer callado: a construir partidos con estructura real, a votar con criterio y a exigir que más de los mejores se decidan a servir.