Europa y buena parte del mundo occidental atraviesan una paradoja alarmante: mientras los ciudadanos comunes viven con miedo —evitando ciertos barrios, cambiando rutinas, y adaptándose a una realidad cada vez más violenta— muchos gobiernos, medios de comunicación y sectores académicos se empeñan en minimizar el fenómeno. ¿Por qué se tolera tanto la inseguridad? La respuesta es incómoda: la inseguridad ha sido ideologizada.
No se trata solo de datos o estadísticas, sino de una batalla cultural por el control del relato. Para buena parte de la izquierda progresista y sus aliados intelectuales, reconocer el aumento del crimen implica aceptar el fracaso de sus políticas de inclusión, multiculturalismo y relativismo penal. Así, optan por negar, diluir o reinterpretar lo evidente.
Una de las estrategias más comunes es deslegitimar la experiencia de la gente. Cuando un vecino denuncia una ola de robos, cuando una mujer señala que ya no puede caminar sola de noche, cuando un comerciante instala rejas y cámaras en su tienda, la respuesta institucional suele ser la misma: “No hay más delitos, hay más sensación de inseguridad”.
Este enfoque, lejos de tranquilizar, indigna. Porque transforma a la víctima en sospechosa y al delincuente en víctima del sistema. Por lo tanto, castigar el delito es atacar a un “oprimido”.
Uno de los temas más sensibles en este debate es la relación entre inseguridad e inmigración. En varios países europeos, las estadísticas muestran que una proporción significativa de delitos violentos es cometida por personas extranjeras, muchas veces de culturas con valores distintos a los occidentales. Pero decir esto en voz alta equivale a ser tildado de racista, xenófobo o fascista.
Este miedo al estigma ha silenciado a autoridades, periodistas y académicos. La izquierda, en lugar de abordar el problema con realismo y responsabilidad, ha optado por proteger su narrativa multicultural a cualquier precio. Aunque el precio sea la integridad física y emocional de millones de ciudadanos.
Minimizar la inseguridad le permite a la izquierda conservar cierto capital simbólico al defender al “otro” —ya sea el inmigrante, el marginal o el joven en conflicto con la ley— lo que refuerza su narrativa heroica y su sentido de superioridad moral. Además, en contextos de mayor descomposición social, se habilita la expansión del Estado como gestor, reparador y controlador, lo cual se ajusta al modelo ideológico que promueve una intervención estatal omnipresente. Finalmente, controlar el lenguaje y moldear la opinión pública mediante eufemismos o tabúes discursivos permite consolidar una hegemonía cultural donde cuestionar el modelo dominante es visto como una forma de disidencia inaceptable.
La inseguridad no es un fenómeno neutro. No puede ser tratada como una molestia menor o un mal necesario. Cuando el poder elige tolerarla por razones ideológicas, no sólo traiciona a quienes debería proteger, sino que erosiona el tejido social.
El enfoque de la izquierda, lejos de tranquilizar, indigna. Porque transforma a la víctima en sospechosa y al delincuente en víctima del sistema. Por lo tanto, castigar el delito es atacar a un “oprimido”.