En la última semana, Bolivia asistió una vez más al espectáculo de la decadencia institucional. Lo ocurrido en el Tribunal Supremo Electoral —con conatos de violencia, presiones cruzadas, acusaciones de parcialidad y la sombra siempre presente del cálculo político— ha puesto en evidencia que no estamos ante una crisis coyuntural, sino ante un sistema que se resiste a ser saneado. Como una vieja casa infestada por roedores, la política boliviana necesita con urgencia una desratización profunda, no simbólica, sino estructural. Y esa limpieza no se limita a la Plaza Abaroa aledaña al órgano electoral, sino que debe alcanzar las prácticas que corroen la credibilidad del Estado.
Los acontecimientos recientes no son hechos aislados. Son síntomas de una patología política crónica: la captura de las instituciones por parte de círculos de poder que se reciclan dentro y fuera del gobierno, sin importar los colores partidarios. Lo que debía ser un órgano técnico, imparcial, garante del voto ciudadano y del juego democrático, se ha convertido en terreno de disputa facciosa, donde lo que pesa no es la vocación institucional sino el alineamiento con una u otra corriente política. Basta recordar el colapso del proceso electoral de 2019 para comprender que, cuando el árbitro se percibe parcial, todo el sistema tambalea.
Cuando la institucionalidad se vuelve un campo de batalla partidario, se pierde la brújula del interés público y se impone la lógica facciosa. Es el síntoma más visible de un Estado secuestrado. Esa lógica de confrontación interna, donde cada grupo busca tomar el control de los órganos clave para asegurarse ventajas futuras, ha convertido al Tribunal Supremo Electoral en una pieza más del ajedrez político, en vez de ser un árbitro confiable. El resultado es predecible: se erosiona la confianza ciudadana, se debilita la legitimidad democrática y se reproduce el desencanto colectivo. De allí la temeridad de algunos allegados al expresidente Morales que intentaban tomar físicamente la sede el órgano electoral boliviano.
El poder no solo corrompe: también envilece cuando se convierte en fin en sí mismo, ya que la política ha dejado de ser un medio para transformar realidades y se ha reducido a una lucha por cuotas, prebendas y control burocrático. En lugar de instituciones sólidas y transparentes, nos hemos acostumbrado a convivir con estructuras débiles que dependen del humor de sus operadores políticos. Una política de corto plazo, de cálculo egoísta, donde cada elección no es una oportunidad para debatir el futuro, sino un riesgo de pérdida para quienes se aferran al presente.
Los partidos, en vez de democratizarse y abrirse a la sociedad, han fortalecido núcleos cerrados, verticales, donde el disenso se castiga y la lealtad ciega se recompensa. Así, las organizaciones políticas han dejado de ser escuelas de ciudadanía para convertirse en castillos de lealtades personalistas. El principio de transparencia —ese que debería regir cada acto público— ha sido reemplazado por pactos de silencio, decisiones en reserva y una gestión de poder casi clerical. No hay deliberación abierta, solo maniobra estratégica.
A nivel regional, los contrastes son evidentes. En Chile, el Servicio Electoral (SERVEL) ha logrado posicionarse como una de las instituciones más creíbles de su país, gracias a su independencia operativa y su estabilidad técnica. En Uruguay, la Corte Electoral goza de legitimidad transversal y su composición busca equilibrio entre las fuerzas políticas con base en reglas claras y consensos institucionales. En Bolivia, en cambio, el TSE es percibido, una y otra vez, como una extensión del conflicto político, lo que mina su rol de árbitro e inhibe cualquier posibilidad de arbitraje imparcial.
Lo ocurrido alrededor del TSE “es solo la superficie visible de un mal cálculo político de largo aliento. Las élites partidarias creen que pueden controlar todos los espacios a su antojo, pero subestiman el desgaste social y el descrédito institucional que generan. El resultado es una ciudadanía cada vez más escéptica y desmovilizada”. Y es ahí donde reside el mayor riesgo: no en la crisis del órgano electoral per se, sino en la normalización del deterioro institucional cada vez que nos toca afrontar un proceso electoral. Cuando el ciudadano ya no cree en las reglas ni en los árbitros, la democracia se convierte en un juego de apariencias.
Desratizar la política no significa destruirla, sino purificarla. Significa despojarla de sus prácticas más insalubres: el clientelismo, el secretismo, la manipulación cínica del aparato público. Implica devolverle dignidad al debate, recuperar la ética del servicio y construir confianza desde los hechos, no desde los discursos. No basta con cambiar rostros si no se cambian las reglas del juego. No basta con denunciar el daño si no se ataca el nido.
La crisis del Tribunal Electoral, en su indefinición clara cuando su principal portavoz deja entrever posibilidades de inscripción del señor Morales, no es solo un problema del órgano electoral. Es el espejo de una política que ha normalizado el atropello, la amenaza y la manipulación como instrumentos de poder. Es, también, una llamada urgente a los ciudadanos: o participamos en el proceso de limpieza democrática desde donde nos toque, o nos resignamos a convivir con el hedor de una política que hace tiempo dejó de representar intereses sociales y ciudadanos.
La desratización empieza con memoria, con coraje y con voluntad colectiva. Porque lo contrario a la política no es la neutralidad: es la indiferencia. Y esa, en Bolivia, ya nos ha costado demasiado.