Pocas definiciones han resultado tan maleables y convenientes en Bolivia como la de la política. “El arte de lo posible”, “todo se puede negociar”; “cruzar ríos de sangre” para justificar “acuerdos patrióticos” que, en el fondo, sólo han servido para disfrazar una cruda realidad: en Bolivia, la política se ha convertido en el arte de repartirse el botín del estado. Mientras haya qué saquear, un aparato burocrático inflado e ineficiente donde distribuir pegas y una vaca flaca a la que siempre se le pueda ordeñar algo, cualquier maniobra es válida. El MAS no puede ser la excepción a esa regla y, tal como lo ha denunciado el diputado Miguel Roca, Evo Morales y Luis Arce ya sellaron un acuerdo de nueve puntos. De acuerdo a esa versión, Morales retoma el control del MAS y será candidato presidencial —o designará a Leonardo Loza—, mientras Arce se retira y nombra al vicepresidente. A cambio, ambos se blindan judicialmente: impunidad para Arce, amnistía para Morales y protección para sus entornos, incluso vinculados al narcotráfico. Se repartirán listas de candidatos a partes iguales, vetarán nombres incómodos y aprobarán los contratos de litio sin cambios. Para disimular la componenda, montarán un discurso de unidad popular.