La libertad de expresión en América Latina atraviesa su peor momento en décadas. Lo que antes era una alerta ahora es una confirmación rotunda: el continente se desliza hacia un modelo de poder que desprecia la prensa libre y estrangula cualquier voz crítica. Bolivia no es la excepción; es, más bien, un síntoma evidente de esta decadencia.
Aunque el último informe de Reporteros Sin Fronteras (RSF) ubica a Bolivia en el puesto 93 de la Clasificación Mundial de la Libertad de Prensa, mejorando en relación al bochornoso lugar 124 del año anterior, ese ascenso es un espejismo que no resiste el menor análisis serio. La realidad es que el periodismo boliviano está siendo asfixiado económica, legal y políticamente.
¿Cómo puede hablarse de avance cuando las redacciones se vacían, los periodistas marchan por las calles exigiendo salarios impagos y las instituciones del Estado impulsan leyes diseñadas para controlar lo que se publica? ¿Qué clase de “mejora” es esa en un país donde medios han tenido que cerrar, mientras otros sobreviven en condiciones muy precarias, bajo persecución judicial y censura indirecta?
El deterioro no es solo boliviano. Por la acción de regímenes enemigos de la libertad y hostiles hacia la prensa, el continente entero vive un proceso de degradación democrática acelerada, donde los gobiernos ven al periodismo como un enemigo a silenciar, no como un pilar del estado de derecho.
En Bolivia, el fenómeno tiene características propias y profundamente perversas. No solo es el poder político el que agrede, sino también el económico. Algunos medios, alineados con intereses particulares, precarizan a sus trabajadores y sofocan cualquier intento de independencia editorial. La autocensura es ya un mecanismo de supervivencia. Y cuando se intenta legislar a favor de un derecho tan elemental como el acceso a la información pública, el aparato legislativo del oficialismo duerme el proyecto en los pasillos del Congreso.
A esto se suma un contexto de retroceso institucional alarmante: según el informe de Unitas, en 2024 se registraron más de 900 vulneraciones a libertades fundamentales, de las cuales 150 fueron directamente contra la prensa. ¿Y cuál fue la respuesta del Estado? Silencio. Complicidad. O peor: represión y criminalización de la protesta.
La narrativa de que Bolivia sube puestos en el ranking es útil solo para quienes necesitan maquillar una crisis estructural. No hay libertad de prensa donde los periodistas son perseguidos, los medios están en bancarrota y el gobierno legisla para callar. No hay libertad de expresión cuando el miedo se instala como norma.
Lo que estamos viviendo es una regresión democrática sin precedentes. La prensa libre, incómoda por naturaleza, es hoy un blanco. Y en esa cacería, pierde la sociedad entera: sin prensa no hay verdad, sin verdad no hay justicia, y sin justicia no hay futuro.