Mientras la inflación en Bolivia avanza como un incendio sin control —alimentada por la emisión inorgánica de dinero, la escasez de dólares, la caída de la producción nacional y no precisamente por una demanda recalentada— el gobierno de Luis Arce decide arrojar más combustible al fuego: decreta un incremento del 10% al Salario Mínimo Nacional y del 5% al haber básico. ¿A quién beneficia este aumento? Solo al 15% de los trabajadores bolivianos que están en la formalidad. ¿Y el otro 85%? Que se las arregle como pueda. Esa es la verdadera cara del “gobierno del pueblo”.
La medida no solo es demagógica, es destructiva. Es un capricho político en un contexto de colapso económico. El empleo se está precarizando, las empresas están asfixiadas y el crecimiento económico se ha estancado. El Ejecutivo prefiere congraciarse con la Central Obrera Boliviana, sus aliados políticos, que escuchar a quienes generan empleo real y sostiene la economía nacional.
Arce intenta justificar el incremento diciendo que ayudará al consumo familiar. ¿Qué consumo? ¿El de una élite de asalariados públicos y trabajadores estatales que, además de estabilidad, tienen ahora un aumento garantizado por decreto? Mientras tanto, el obrero informal, el comerciante, el agricultor, el transportista o el joven que sobrevive en el rebusque diario verá cómo el pan, el arroz y el aceite se disparan aún más, sin recibir ni un solo centavo adicional. El aumento salarial no solo es excluyente: es profundamente injusto.
En un país donde el 85% de la economía se mueve en la informalidad, este tipo de medidas no reactivan nada. Solo generan presión inflacionaria, alimentan expectativas de precios más altos y empujan a más empresas al borde de la quiebra. En lugar de proteger empleos, los destruye. En vez de redistribuir riqueza, concentra el beneficio en unos pocos y reparte más miseria entre los demás.
El gobierno actúa como si Bolivia estuviera en bonanza. Estamos en recesión, sin dólares, con un déficit fiscal crónico y una inflación que se proyecta por encima del 20%. Pero aun así, el gobierno insiste en decisiones que agravan todos los síntomas. No es un acto de valentía ni de justicia social. Es populismo barato, disfrazado de política económica.
La historia de los incrementos salariales en Bolivia ya demostró su carácter político más que técnico. Un crecimiento del 604% del salario mínimo en 24 años no se tradujo en un aumento proporcional del empleo ni de la productividad. Al contrario: precarizó al sector empresarial, informalizó más el mercado laboral y encareció artificialmente el costo de vida.
Hoy, ese ciclo vicioso se repite. Y con más gravedad. Porque esta vez, el 85% de los bolivianos que no recibirán el aumento verán cómo se acelera una inflación que ya los tenía contra las cuerdas.
Bolivia necesita reformas estructurales, no decretos improvisados. Necesita fomento a la producción, estabilidad macroeconómica, políticas inclusivas y una reforma laboral profunda. Pero este gobierno, atrapado en su lógica electoralista, prefiere regalar migajas con altavoz antes que sentar bases sólidas para el desarrollo.
La historia de los incrementos salariales en Bolivia ya demostró su carácter político más que técnico. Un crecimiento del 604% del salario mínimo en 24 años no se tradujo en un aumento proporcional del empleo ni de la productividad. Al contrario: precarizó al sector empresarial, informalizó más el mercado laboral y encareció artificialmente el costo de vida.