La crisis energética que atraviesa Bolivia no es una coyuntura pasajera ni una simple falla logística, como insiste en afirmar el gobierno de Luis Arce. Se trata de un problema estructural, resultado de años de mala gestión, falta de inversión y agotamiento de los recursos hidrocarburíferos. Lo más alarmante es que la escasez de diésel y gasolina amenaza con paralizar sectores clave de la economía, poniendo en riesgo la seguridad alimentaria y las exportaciones agropecuarias, únicas fuentes importantes de divisas en un país con una economía cada vez más debilitada.
Las imágenes de largas filas en los surtidores de combustible son la muestra palpable de una crisis que se ha salido de control. La Cámara Agropecuaria del Oriente (CAO), la Confederación de Ganaderos de Bolivia (Congabol) y la Federación de Ganaderos de Santa Cruz (Fegasacruz) han advertido que sin diésel, simplemente no hay alimentos. La cosecha de verano, la más importante del país, está en peligro. Se calcula que 2,5 millones de toneladas de granos podrían perderse, lo que no solo impactará en el abastecimiento interno, sino que afectará gravemente las exportaciones, profundizando el déficit de dólares que sufre Bolivia.
El problema no es solo de suministro, sino también de financiamiento. Con reservas de dólares en mínimos históricos, el gobierno no puede pagar a tiempo a los proveedores de combustibles. El resultado: cisternas varadas en Paraguay, estaciones de servicio sin diésel y gasolina, y un país entero paralizado. Mientras tanto, el contrabando de combustible prolifera con la complicidad de funcionarios públicos, en un esquema que el gobierno no solo permite, sino que usa para desviar la atención culpando a los productores.
El impacto de esta crisis no se limita solo a la producción agropecuaria. El encarecimiento del transporte, derivado de la falta de carburantes, afecta directamente el costo de vida de los bolivianos. Los precios de los alimentos suben, la inflación se profundiza y la incertidumbre económica se adueña del país. Sin combustibles, la maquinaria agrícola no funciona, el transporte de ganado a los frigoríficos se detiene y los productos básicos no llegan a los mercados. Todo el tejido productivo está en riesgo de colapsar.
La pasividad de la población contribuye a perpetuar la crisis. Es hora de que los ciudadanos y las instituciones que los representan exijan respuestas concretas y acciones inmediatas. No podemos permitir que la inoperancia del gobierno siga condenando al país a la parálisis económica. Si el Estado no garantiza el abastecimiento de combustibles, la crisis se convertirá en una bola de nieve que nos llevará a un escenario de desabastecimiento, recesión y caos social.
El país no puede seguir impávido. La ciudadanía, los sectores productivos y el transporte deben reaccionar con firmeza ante la inoperancia del gobierno. No se trata solo de filas en los surtidores; estamos ante una crisis terminal que amenaza con sumir a Bolivia en un colapso económico y social.
El impacto de esta crisis no se limita solo a la producción agropecuaria. El encarecimiento del transporte, derivado de la falta de carburantes, afecta directamente el costo de vida de los bolivianos. Los precios de los alimentos suben, la inflación se profundiza y la incertidumbre económica se adueña del país